lunes, 20 de marzo de 2017

REESCRIBIR LA HISTORIA

Joaquín Córdova Rivas Se tardaron y lo hacen mal. Además, reescribir la historia sirve cuando se quiere darle otro significado a la existencia, no para justificar los fracasos permanentes y cotidianos. Las despreciadas culturas indígenas tienen maneras de expresar lo anterior, cuando la mala suerte inexplicable se ensaña con alguien, suelen hacer rituales, no para borrar lo malo que ha pasado, porque no se puede, sino para escribir encima de él. A nuestra derecha política le siguen molestando los derechos sociales establecidos hace 100 años como horizonte hacia el cual encaminar los pasos, y en un lance tragicómico, pretenden enjaretarle los fracasos neoliberales recientes a lo que llaman el gran fiasco constitucionalista, lo que no entienden es que, otra vez, están llegando tarde a la historia. El profesor de historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén Yuval Noah Harari, en su polémico pero interesante libro llamado Homo Deus, dice que: “Los movimientos que pretenden cambiar el mundo suelen empezar reescribiendo la historia, con lo que permiten que la gente vuelva a imaginar el futuro. Ya sea lo que queramos que los obreros organicen una huelga general, que las mujeres tomen posesión de su cuerpo o que las minorías oprimidas exijan derechos políticos, el primer paso es volver a narrar su historia. La nueva historia explicará que «nuestra situación actual no es natural ni eterna. Antaño las cosas eran diferentes. Solo una sucesión de acontecimientos casuales creó el mundo injusto que hoy conocemos. Si actuamos con sensatez, podemos cambiar este mundo y crear otro mucho mejor». Esta es la razón por la que los marxistas vuelven a contar la historia del capitalismo, por la que las feministas estudian la formación de las sociedades patriarcales y por la que los afroamericanos conmemoran los horrores de la trata de esclavos. Su objetivo no es perpetuar el pasado, sino que nos libremos de él”. Esa liberación pasa por el conocimiento, no por la ignorancia; pasa por la imaginación, no por la simple aplicación de modelos sociales o económicos como recetas de cocina; se trata de construir un futuro colectivo, no de dinamitarlo queriendo forzar el regreso a pasadas épocas gloriosas para unos cuantos. Como preámbulo ya fue suficiente, las marchas por la unidad —primera contradicción que fueran al menos dos en lugar de la “unitaria”—, con el patrocinio descarado de las grandes cadenas de comunicación masiva, fueron el primer intento fallido por crear un “enemigo común externo” que aglutinara nuestras inconformidades internas y las neutralizara. Por eso, la petición cándida, pero con mucha jiribilla, de utilizar pancartas con demandas “neutras” —lo que también contradice el espíritu y la necesidad de hacer una manifestación pública del tamaño que sea, cuando se sale a las calles a marchar es para exigir algo, no nada más para pasearse o sacar a la mascota a hacer ejercicio—. Al señor Trump le sirvió inventarnos, a los mexicanos, como enemigo común. Conoce, lo mismo que nosotros, nuestras debilidades acentuadas por la aplicación de un modelo económico dependiente y que ha desmantelado nuestra planta productiva —ni siquiera, según estudios recientes, somos capaces de proveer de insumos básicos a la industria maquiladora asentada en nuestro país, la gran ganona es China—, sabe de las múltiples corrupciones de nuestra inepta casta política, de su coloniaje intelectual y falta de identificación con los intereses mayoritarios. Todas esas debilidades nos hacen vulnerables, peor porque sabemos que no tendría por qué ser así. Enfrentar esa visión, que ni siquiera es monolítica, solo se puede hacer desde la diversidad de puntos de vista. Desnudar los argumentos simplones basados en la ignorancia se logra resistiendo y probando formas alternativas de hacer las cosas, no copiando e inventando una falsa unidad que olvide o perdone los múltiples agravios internos. Denunciar a nuestros gobernantes, exhibir sus corrupciones, tratar de frenar sus impunidades, no nos debilita ni nos divide, al contrario, nos fortalece y aglutina para dar la cara ante quienes quieran discriminarnos y despreciarnos. Tal vez nos ha faltado tiempo, reflexión y paciencia para terminar de entender que sufrimos los coletazos de un imperio que sabe que se desploma pero quiere aventar el cascajo a sus vecinos, que ellos —nosotros— compartan los costos del derrumbe y les construyan no un muro que impida el paso, sino uno que impida ver sus miserias: su intolerancia, su discriminación, su machismo trasnochado, su falso puritanismo —¿hay de otro?—, su desprecio por los derechos humanos, todo lo que estuvo enterrado bajo una fina capa de polvo y que el vendaval neoliberal está dejando al descubierto, no para cambiarlo, sino para justificarse y socializar sus cuantiosas pérdidas.

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