viernes, 20 de septiembre de 2013

VIVIR NO ES CONSUMIR

Salgamos de los desastres naturales, de las lluvias torrenciales y sus efectos catastróficos. Si algo hemos aprendido es que las fuerzas de la naturaleza no se pueden dominar, si acaso, si somos inteligentes y previsores, prever y aguantar con los recursos que tengamos a la mano. El problema es que siendo humanos, el demonio se nos aparece con la cara de la corrupción y eleva los costos y los daños. Mejor hablemos de otra cosa, también de moda pero que queda en segundo plano por el asombro de lo inmediato. Parece que no hay vuelta atrás, que nuestro modelo económico ya no responde eficientemente a nuestras necesidades actuales y, mucho menos, asegura un futuro cierto. No se trata de reciclar el pesimismo de Thomas Malthus en su Ensayo sobre el principio de población, publicado en 1798, donde vaticina que: "Considerando aceptados mis postulados, afirmo que la capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor que la capacidad de la tierra para producir alimentos para el hombre. La Población, si no encuentra obstáculos, aumenta en progresión geométrica. Los alimentos tan sólo aumentan en progresión aritmética. Basta con poseer las más elementales nociones de números para poder apreciar la inmensa diferencia a favor de la primera de estas dos fuerzas. No veo manera por la que el hombre pueda eludir el peso de esta ley, que abarca y penetra toda la naturaleza animada. Ninguna pretendida igualdad, ninguna reglamentación agraria, por radical que sea, podrá eliminar, durante un siglo siquiera, la presión de esta ley, que aparece, pues, como decididamente opuesta a la posible existencia de una sociedad cuyos miembros puedan todos tener una vida de reposo, felicidad y relativa holganza y no sientan ansiedad ante la dificultad de proveerse de los medios de subsistencia que necesitan ellos y sus familias." Pero sí se trata de saber que un planeta como el que habitamos tiene límites que ni siquiera nuestra ciencia y tecnología pueden perpetuar. Los signos están a la vista, cada día, en nombre del progreso, de la sobrevivencia y del consumo desmedido, devastamos amplias zonas del planeta; nos acabamos bosques, ríos, áreas cultivables, el agua dulce, los mares, glaciares y hasta acabamos con otras especies, mientras, nos seguimos reproduciendo ocupando cualquier espacio disponible sin el menor respeto por el entorno. Hay visiones catastróficas en cualquiera de nuestras mitologías, no podemos fingir ignorancia respecto a los límites que tiene la explotación desmedida, pero, a diferencia de los seguidores de Malthus o de otros personajes siniestros que hasta aparecen en la literatura comercial ─best sellers les dicen─, como el genio loco pero multimillonario que sirve de pretexto para la novela Inferno de Dan Brown, que pretenden resolver el problema por la vía de permitir o provocar epidemias mortales, o quedarse mirando cuando las hambrunas acaban con millones de seres humanos; existen propuestas que apelan a la razón, a la inteligencia de una especie que reconoce sus errores y es capaz de detener su extinción. Serge Latouche no es ningún improvisado, según el periodista Gabriel Asenjo (Revista Ñ, 11 de febrero del 2011) su currículo señala que es “especialista en relaciones económicas Norte / Sur, premio europeo Amalfi de sociología y ciencias sociales.” Este francés, que debe ser odiado por las grandes corporaciones, lidera desde los años setentas del siglo pasado, al movimiento decrecentista, que defiende algo que parece lógico y hasta deseable: “la sobriedad en la vida y la preservación de los recursos naturales antes de su agotamiento.” Pero, su propuesta va en contra de poderosos intereses políticos y económicos y, además, contra las expectativas individualistas de un consumo sin freno que lo iguala con la felicidad neoliberal a la que todos aspiramos. En la interpretación de Gabriel Asenjo: Desde su punto de vista “vivimos fagotizados (quizás quiso decir fagocitados, absorbidos) por la economía de la acumulación que conlleva a la frustración y a querer lo que no tenemos y ni necesitamos”, lo cual, afirma, conduce a estados de infelicidad. “Hemos detectado un aumento de suicidios en Francia en niños”, agregó, para aludir más adelante a la concesión por parte de los bancos de créditos al consumo a personas sin sueldo y patrimonio como sucedió en Estados Unidos en el inicio de la crisis económica mundial. Para el profesor Latouche, “la gente feliz no suele consumir”. En un mundo donde las utopías han cedido el paso al más estúpido y ciego pragmatismo, voces como las de Latouche resultan refrescantes y esperanzadoras. Actualmente estamos, bueno, algunos y con los pocos medios a su alcance, peleando contra las minas a cielo abierto y su venenosa forma de extraer los pocos metales preciosos que quedan; contra el cambio climático que amenaza al ártico, que lo disuelve con todos los problemas que eso nos trae; contra la explotación petrolera irracional e intensiva que envenena la poco agua potable de que disponemos. La cadena de devastaciones es larga y apabullante, y lo único que se nos receta es resignación y la absurda esperanza de que el planeta sea inagotable y aguante cualquier tontería que le hagamos. Pero el futuro nos está alcanzando, aunque cerremos los ojos, la razón y la inteligencia. Finalmente, recordar a un estupendo ser humano, a Eduardo Mendoza Zaragoza, quien partió a otra dimensión de su existencia, quien puso su vida y conocimiento al servicio de los demás y eso se agradece.