domingo, 19 de mayo de 2019

NOS LO DIJO EL PROFE

Joaquín Córdova Rivas Nos lo dijo el Profe Murillo y se me quedó grabado en la memoria, las circunstancias es más difícil precisarlas, creo que alguien cuestionó qué se necesitaba para ser maestro frente a grupo, la respuesta no tardó en llegar y no fue solo verbal, fue toda una demostración en teoría y práctica «ser maestro es transformarse frente al grupo, frente a los estudiantes», es dejar de ser uno para adoptar un papel que no se representa en otros lugares ni frente a otras personas. Es reflejar la pasión por saber lo que antes se ignoraba, sabiendo, al mismo tiempo, que faltan muchas cosas por asombrarse y seguir conociendo. Es la capacidad de concentrar atención y esfuerzo de esos otros que nos rodean, para aprender, hasta memorizar, contenidos necesarios en ese momento para entender e interpretar esa realidad que nos apabulla con su crudeza, dotarla de sentimientos que le den sentido personal y colectivo, que nos identifique con los demás y cargarla de emociones que nos hagan tratar de cambiarla. Obvio que no dijo todo eso, o no lo recuerdo como tal porque me quedé atrapado en la frase entrecomillada, lo demás es parafraseo, es recuperar algo de las experiencias propias y de otros compañeros de escuela o colegas actuales. Me lo dijo y escribió el Profe Carmelo en la primaria cuando me acerqué con mi anuario —el librote ese donde aparecían las fotografías de todos los estudiantes, maestros y trabajadores de la escuela, en plan serio y bien peinados; y otras en actividades que alguien juzgaba dignas de recordarse muchos años después— para pedirle que me firmara y pusiera una dedicatoria, volteó a verme, sonrió y escribió «para el desapercibido», después agregó, verbalmente, algo que me dio a entender que mi principal característica era no llamar la atención, camuflarme dentro del grupo para no resaltar, para que los demás no notaran mi presencia, pero no como algo que tuviera que ver con la modestia o humildad, sino con el temor, con la actitud de esconderse como suele pasar con muchos niños y jóvenes que evitan cualquier acción para evitar que los compañeros los molesten o los profesores los identifiquen con el nombre. De esos que prefieren ser un número más en una lista de asistencia que una persona con nombre y apellidos. Desde esos tiempos me repele el anonimato. Prefiero que lo que soy y lo que hago lleve nombre y apellido que pasar desapercibido entre la masa que se vuelve impersonal e irresponsable. Antes se daba reconocimiento por todo, acumulé los de puntualidad y asistencia porque era parte de la disciplina familiar, no me gusta que los impuntuales me hagan perder el tiempo mientras yo respeto el de los demás. La palabra de uno debe tener valor, se debe cumplir lo que se dice hasta en fijar una hora para encontrarse o llegar a algún lugar. Los reconocimientos por aprovechamiento en las distintas materias no fueron abundantes, más bien escasos, como que ese rollo de competir y demostrarle a los demás lo que se sabe o se ignora no me llamaba la atención. Gracias al ejemplo del abuelo paterno, indispensable maestro informal —el materno murió antes de lo que yo y él hubiéramos querido— mi primer y pertinaz vicio es la lectura. Hasta que estuve en sexto de primaria la escuela tuvo biblioteca abierta a los alumnos y con una encargada que no solo sabía clasificarlos y acomodarlos, sino que propiciaba clubes de lectura y talleres de promoción lectora. Al acervo familiar, que no estaba pensado para mi edad, se agregó el escolar, ese sí con lecturas y autores más atractivos para esa etapa. Lo dijo el Profe Domínguez y su amor a la naturaleza, ese que organizaba excursiones a playas y bosques para demostrarnos que fuera del núcleo familiar —muchas veces sobreprotector— podíamos sobrevivir, escalar para salir del cañón de algún río, construir puentes con cuerdas y con los mástiles de las pesadísimas lonas de las tiendas de campaña para doce personas y atravesar arroyos u otros accidentes geográficos. Aprendimos a encender fogatas para cocer la comida sin provocar incendios forestales, le perdimos el miedo a las olas y las corrientes marinas, a medir el peligro y enfrentarlo. Supimos que éramos diversos, que cada quien tenía virtudes que no todos compartíamos, aprendimos a respetarnos pese a nuestros defectos. Lo dijeron los Profes Cabrera y Correa y su pasión por la filosofía y el arte, uno desde la lógica y ética, el otro desde la psicología; no tiene sentido saber mucho si uno sigue siendo un patán, un ratero, un sinvergüenza, un corrupto. Lo dijeron muchos otros que dejaron huella en nuestras vidas. Posiblemente no recordemos nada de lo aprendido en las clases de cálculo integral y diferencial, pero la imagen de ese maestro impecablemente vestido, con su bastón por haberse hecho trizas la rodilla practicando su deporte preferido, con ese humor corrosivo para ver la vida sin perder la formalidad, nos enseñó que la vida hay que aprovecharla a pesar o gracias a los buenos o malos momentos. O ese otro de matemáticas a quien le decíamos polvorón porque borraba la tiza del pizarrón con la manga del desgastado saco, que llegaba diario en su bicicleta de panadero. O el de física con su aula llena de sorpresas, con sus poleas, balanzas, con sus tres pizarrones que se iban desplegando hacia el alto techo según iba mostrando cómo se calculaba la velocidad, la aceleración, la fricción y todo lo que implicara el movimiento de cualquier cosa, y que solo perdiera la compostura en la clase siguiente a la muerte de su madre. Tiene razón ese otro gran maestro, Fernando Savater, cuando advierte que los seres humanos aprendemos de los otros de nuestra misma especie, que dedicarse a la docencia es diferente a otras profesiones porque formamos ciudadanos, porque modelamos valores que no se mencionan en los planes de estudio, porque la solidaridad, la empatía, la ética, la honestidad, la frugalidad no se enseñan repitiendo oraciones o leyendo y resolviendo libros de texto. Nos dicen, los profes, que para ser mejores seres humanos hay que aprenderlo de otros que son como nosotros, que hay que transformarnos para contagiar la pasión, el asombro, las ganas de aprender.

SOBRE RUINAS

Joaquín Córdova Rivas De diciembre a principios de mayo. No sienten lo duro sino lo tupido. Los que descalificaban las marchas salen a marchar. Los que pregonaban la resignación ante los resultados electorales ahora se rebelan contra ellos. Los que decían que todos los votos eran iguales ahora “descubren” votos sin cabeza o con medio cerebro. Los que defendían una igualdad que los protegía de la mayoría ahora la descalifican, porque una cosa es querer ser iguales y otra serlo. Los que se adaptaron al lenguaje políticamente correcto, ahora lo mal utilizan porque ni siquiera saben redactar una consigna que no resulte autodenigratoria. Los defensores de la decencia y la nacencia caen en el insulto, en la discriminación por cualquier motivo, en el desprecio por el otro al que pretenden inferior. Habrá que recordarles que los treinta millones de votos no fueron simple coincidencia, que no son fruto de la ignorancia, más bien al contrario, que revelan un sufrido aprendizaje generacional que no se desaparece de la noche a la mañana, que ha soportado toda clase de trampas, de subterfugios, de desplantes, de mentiras, de agresiones, de ignorancia intencional. Hay crónicas que intentaron captar la eclosión del primero de diciembre del 2018, de ese zócalo que se convirtió en espejo de esos millones de almas que eligieron la paciencia y la no violencia para expresar las décadas de frustración y enojo. Una de ellas pertenece a Fabrizio Mejía. Crónica de la victoria. Editorial Planeta Mexicana. Temas de Hoy. México 2018. «Sobre ruinas izamos el alma. Hay algo de final de partida, de esperanza trágica. No de optimismo, que es la boba creencia, de que todo será, porque sí, mejor. Ese vano optimismo fue del año 2000, cuando la llegada de Acción Nacional pareció, para algunos, el paso a una etapa sin PRI. No ocurrió así. Esta es una esperanza trágica, la de la última salida, la de que es posible que haya quedado algo después del naufragio y, con esas ruinas en los puños, empezar a reconstruir. La última salida fue protegida por cada uno de los treinta millones de votantes: no se permitieron repartir sus votos entre partidos, no quisieron arriesgarse a que les quisieran hacer fraude, hicieron una tregua con las críticas: —Hay que ver si lo dejan ganar y, luego, lo discutimos.» Administrar un país en ruinas no es nada fácil, más cuando los responsables no se hacen cargo de sus actos ni las consecuencias, y entonces quieren achacárselos a sus víctimas directas, para ellos —los llamados fifís o conservadores— los dejados tienen que seguir siéndolo, es el papel que se les asigna en la historia neoliberal; pueden ejercer sus “libertades” pero sin atentar contra el orden establecido desde las cúpulas político-religioso-empresariales, deben respetar la ley aunque esta solo beneficie a unos cuantos, no se vale que cuestionen la forma “natural” de ser y hacer las cosas. Si alguien se enriquece es por visionario y trabajador no porque trafique con influencias, se aproveche de corruptelas, expropie la riqueza producida por los otros. Si alguien se empobrece es por flojo, por ignorante, porque no sabe hacer nada productivo, por prieto y feo. Todo se disuelve en un individualismo que en el caso de la corrupción se organiza hasta en delincuencia normalizada o legalizada, mientras, los que sí trabajan pierden derechos colectivos ganados con sangre y sufrimiento. Pero esa es la historia que nos quieren vender, la que quieren escribir para que los otros la vivamos porque ni siquiera, para ellos, tenemos el derecho de escribir nuestra propia historia, intervenir en nuestro destino. Otra vez Fabricio Mejía: «Somos los que supimos desde niños que nos iría peor que a nuestros papás. Somos a quienes llaman “chairos”, “ajolotes”, “indignados”. Somos los que ya no decimos “Sonríe, vamos a ganar”, porque luego el Programa de Resultados nos derrotaba durante la madrugada. Somos a los que les decían en cada elección: “Acepten la derrota. En la democracia se gana por un voto”. Somos los que nos asombramos con el ascenso de Salinas, el de Fox y el de Calderón. Somos los que nunca entendimos por qué la gente no se indignó cuando Peña Nieto les quitó el petróleo y la educación pública. Somos los que descreímos como nadie. Somos tus vecinos que ponen a todo volumen a Carmen Aristegui para que se enteren. Somos el país que vive entre las fosas sin nombre y las Casas Blancas. Somos los que creemos en una Patria que son todos los demás. Somos a quienes el miedo les queda mucho más cerca que “Venezuela”. Somos los que nunca pensaremos como debemos pensar. Somos a los que, si vienes al Zócalo, verás.» Les duelen las acciones anticorrupción, les duele la austeridad que sienten como miseria propia y antes era pobreza ajena. No entienden que la riqueza generada por todos debe alcanzar para todos. No distinguen la legalidad conveniente y a modo de la ética o moralidad. «El problema es que la corrupción es sobre la ilegitimidad de alguien o de una acción. No sólo es si se puede legalmente hacer, sino si se debe hacer. Es un asunto de moralidad. Eso lo entendió Andrés Manuel y propuso otro ángulo, mucho más cercano a los ciudadanos, en el tema de la corrupción: no es sólo de leyes, fiscalías independientes, organismos de revisión, sino de integridad. Quien roba dinero público no lo hace por necesidad ni porque la ley que lo castiga no sea lo suficientemente dura y costosa. No importa si la riqueza de la corrupción es legal, es ilegítima.»