lunes, 28 de diciembre de 2009

MÁS INTOLERANCIA

Por si los problemas económicos y del combate a la delincuencia organizada fueran pocos, estamos observando una polarización social inducida por esos poderes que se resisten a perder parte de su influencia terrenal, aunque se ostenten como divinos.
El motivo parece una tontería, el reconocimiento legal a uniones entre personas que son consensuadas, es decir, no forzadas porque tienen como requisito la aceptación mutua y además, y quizás más importante, una base afectuosa o amorosa.
El matrimonio por amor es un producto tardío de nuestras civilizaciones, antes eran por simple conveniencia y esos autores sociales, esas iglesias legitimaban las uniones, no dudaban lo más mínimo en celebrar matrimonios (de esos de hasta que la muerte los separe) aunque los contrayentes estuvieran en contra, aunque no se quisieran, aunque se odiaran mutuamente, total, el tiempo, la costumbre y la convivencia forzada harían surgir el amor (a eso ahora le llamamos el síndrome de Estocolmo, que aparece en casos de personas que son retenidas en contra de su voluntad sujetas a abusos cotidianos y terminan estableciendo relaciones de afecto con sus captores, creo que no es necesario recordar los casos emblemáticos de Patricia Hearst o de las rehenes colombianas que hasta tuvieron hijos con los supuestos guerrilleros que tenían como principal tarea evitar que se escaparan). Pero no todos terminan así, generalmente son larguísimas batallas donde el odio, las agresiones y el uso de los hijos como armas psicológicas vuelven un infierno lo que debiera ser una vida dedicada al desarrollo personal, familiar y social, pero si las cosas empiezan mal casi siempre terminan mal.
También vale la pena traer a la memoria que antes de ese romanticismo que la literatura elevara a la categoría de arte, los señores feudales eran los que aprobaban o no las uniones entre sus siervos, uniones que debían tener como principal tarea incrementar la producción del feudo, el establecer ligas con otros feudos que redundaran en el beneficio económico y en el poderío militar. El amor era un estorbo, algo que debía evitarse.
Nuestras iglesias cristianas crecieron y tomaron fuerza en ese entorno, si alguna vez creyeron en el amor como algo importante en las relaciones humanas, durante tanto siglos de conveniencia se les olvidó hasta parecerles algo aberrante, por eso su oposición cruenta a las leyes de reforma en nuestro país y a las otras leyes, en otros países, que les impidieron ser los únicos en sancionar esas uniones entre seres humanos y que se cristalizaban en la capacidad de adquirir derechos civiles, como heredar, como ser reconocidos legalmente para ejercer la patria potestad sobre la descendencia, para adoptar, para asegurar a la pareja en los sistemas de salud y demás a los que estamos acostumbrados.
Historiadores como Enrique Krauze ubican el llamado “derecho de pernada”, es decir, a ese abuso que se consentía por las autoridades civiles y eclesiásticas incluso en tiempos tan recientes como los del hacendado prerevolucionario que ejercía contra el personal femenino que tenían a su servicio. El derecho a un matrimonio fundado en el amor ha tenido que ser ganado por una ciudadanía heredera de los derechos universales que detonaron la Revolución Francesa, no es un invento de las iglesias, se ha logrado a pesar de ellas.
El reconocimiento de las sociedades de convivencia antes y de los matrimonios entre seres humanos basadas en el afecto y el amor ahora, parecen un paso lógico, en el primer caso hay que reconocer a esos modelos de familia diferentes a las tradicional y que han sido forzadas por un modelo económico que considera todo (hasta el amor) como una mercancía, por eso no les resulta extraño que ya existan miles de núcleos familiares donde sólo la presencia femenina está presente porque los hombres han tenido que emigrar a buscar el trabajo y el ingreso que en su tierra no tienen (aquí habría que criticar y sancionar a esas autoridades que no han sido capaces de construir un modelo económico alternativo, en lugar de irse por lo fácil y hablar mal de la moral o de la pérdida de costumbres que, como siempre, responden a un entorno social y económico específico). En el segundo, hay que reconocer una diversidad que se ha tratado de ocultar, que se señala y discrimina hasta extremos difíciles de entender, hay que legitimar el amor como razón necesaria (aunque quizás no suficiente) para formar un núcleo familiar en donde todos sus integrantes colaboren en el desarrollo de todos.
El embate dirigido no contra una legislación que simplemente reconoce y reglamenta lo existente, sino contra una de las muchas minorías que muestran la diversidad humana, es un botón más de intolerancia, de ganas de fastidiar al prójimo argumentando que se hace por su bien.