sábado, 16 de junio de 2018

EL PROGRESO INMÓVIL

EL PROGRESO INMÓVIL Joaquín Córdova Rivas Lo que se interpretó como un simple ajuste de cuentas resultó ser algo más profundo. Lo vivimos como la cotidianidad cambiante en el valor de nuestra moneda, en el costo de llenar el tanque de gasolina de nuestros transportes, en la inflación incontenible e indetectable para los funcionarios pasmados de las áreas económicas del gobierno; en la vaguedad de los discursos de los candidatos presidenciales, que cuando caen en las escasas precisiones provocan más incredulidad que confianza; en la incertidumbre del único mecanismo “modernizador” que pergeñaron nuestros limitados neoliberales. El “eterno” Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con el que hipotecamos nuestro futuro y nos separamos del resto de los países de nuestra América Latina, creyéndonos los tocados por los dioses capitalistas, se viene abajo estrepitosamente, resultó que tenía fecha de caducidad. Caímos en la trampa de los expertos y sus falsas creencias. La salida de la Gran Bretaña del mercado común europeo nos la pintaron como la venganza, poco racional, de la generación “vieja”, que vio disminuido su poder adquisitivo y su calidad de vida de forma consistente en las últimas décadas, a cambio del supuesto futuro promisorio que tendría la generación “joven” después de ese “ajuste necesario, aunque doloroso”. Es decir, los viejos no entendieron que su sacrificio económico era necesario para una bonanza que nunca terminó de llegar. Bueno, pues ahora vamos descubriendo que ese “capricho generacional” no era tal, sino el síntoma alarmante de que el modelo neoliberal promovido e impuesto por la dupla Gran Bretaña-Estados Unidos de América terminaba por desfondarse. La victoria de Donald Trump, su llegada a la presidencia de su país y el riesgo actual de su reelección tampoco fue la sorpresa que muchos insistieron en pregonar. Los herederos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher se niegan a aceptar que su “fin de la historia” no era más que el pretexto para someter a las economías periféricas a sus caprichos y devastación. Tampoco reconocerían que los tratados de un supuesto libre comercio, que beneficiaba a los poderosos globales, estaban fundamentados en mentiras que terminarían por desvelarse con el tiempo y con las brutales desigualdades sociales que produjo. «¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?» Es la pregunta que responde uno de los pensadores más lúcidos de la modernidad. Zygmunt Bauman le arranca, uno por uno, los ropajes “benéficos” de que se disfraza el modelo económico actual y deja al descubierto sus perversos resultados: «La “mano invisible del mercado”, ilusoriamente reputada por actuar en favor del bienestar universal (la mano que la política estatal de desregulación pretende liberar de las cadenas legales que habían sido diseñadas para limitar su libertad de movimientos) puede que sea invisible, pero no hay dudas sobre a quién pertenece esa mano y quién dirige sus movimientos. La desregulación de los bancos y de sus movimientos de capital permite a los ricos moverse libremente, buscar y encontrar los mejores terrenos para obtener los mayores beneficios, lo que les hará más ricos; mientras que la desregulación de los mercados de trabajo hace que los pobres no se puedan beneficiar de las mejoras, y mucho menos parar o atenuar los desplazamientos de los propietarios del capital (rebautizados como “inversores” en la jerga de las bolsas de valores), y por tanto estarán condenados a empobrecerse. Además de que ha empeorado su nivel de renta y sus oportunidades de obtener un empleo y un salario suficiente para vivir, dependen ahora de las veleidades de los movimientos del capital en busca de beneficios, so capa de la competitividad, que les hace crónicamente precarios y les provoca un grave malestar espiritual, una preocupación constante y una infelicidad crónica, unas lacras que no desaparecerán y no dejarán de atormentarles incluso en los (breves períodos) de relativa bonanza.» https://drive.google.com/file/d/0B9h7aliyWcfjMlNvR3g1VWV6ck0/view Cualquiera con dos dedos de frente sabe que el papel de México en ese TLCAN era el de suministrar mano de obra barata y dócil para las maquiladoras que producirían los bienes de los consumidores canadienses y norteamericanos, ansiosos por gastarse lo que sus dolarizados ingresos exigían, antes de que los inundaran los productos asiáticos o europeos. México además proveería de petróleo barato y a una distancia cercana a las refinerías del norte, y de otros recursos naturales —oro, plata, productos agrícolas— a precios de regalo. Todo para que el consumidor de esos “socios” incrementara, artificialmente, su nivel de vida y gozar de una “felicidad” basada en tener muchas cosas aunque no fueran necesarias, y reemplazarlas continuamente por otras “nuevas”. Pero esa ilusión se terminó. Las medidas “proteccionistas” que limitan aún más ese supuesto “libre mercado” son simple reflejo de la crisis interna del modelo económico que se enseña en las aulas de las universidades anglosajonas y que nosotros nos empeñamos en creer y copiar a pie juntillas, suponiendo que eso nos hace “modernos”, que el “progreso” siempre es hacia arriba y adelante, como lo pregonara el presidencialismo del post 68 y que no hay vuelta atrás porque eso sería antihistórico, impensable, poco moderno. El problema es que mientras el modelo está en franca decadencia, aquí profundizamos sus perversiones con las reformas estructurales recetadas desde organismos internacionales y tropicalizadas por instituciones como el ITAM, de donde egresan nuestros trasnochados neoliberales. No se trata de meter la reversa cuando el auto está lanzado a toda velocidad hacia adelante, el problema es que no nos queremos dar cuenta que hace mucho nos robaron las ruedas y estamos hacinados en un chasis viejo trepado en tabiques, que está inmóvil desde hace al menos dos décadas y que está sufriendo de su desmantelamiento, que se le arrancan las piezas para venderlas en un mercado negro que no tiene ética y sí mucha corrupción. De eso se trata este proceso electoral, de darnos cuenta que no es nuestra velocidad la que nos despeina, sino que es el viento de los cambios que amenaza con arrastrarnos, otra vez, al fondo del callejón.