viernes, 25 de marzo de 2011

SI NADIE NOS VE

“Como explicar, si no, nuestra dependencia psicofísica de artefactos como el teléfono celular, que se lleva a todas partes y está siempre titilando, o la manía de chequear mails compulsivamente, o bien el hábito cada vez más común de reportarse varias veces por día en las redes sociales de Internet, para contar a millones de personas lo que uno (no) está haciendo y cerciorarse de todo lo que (no) hacen los demás. Cada vez más gente narra episodios de la propia vida en un blog o en programas de radio y televisión, además de publicar fotos y videos considerados “privados” en diversos sitios de la red, o se exponen frente a una webcam siempre encendida para revelarse en vivo y en directo.” El deseo de la conexión. Paula Silbilia.

Las nuevas generaciones lo ven como una necesidad, como una urgencia de existir, como la intolerancia a estar solos con uno mismo. Todo tiene que ser comunicado, exhibido, compartido. El ciberespacio como el lugar ideal para presumir lo que no se es, lo que no se hace, lo que no se tiene, lo que no se piensa. Mi generación todavía, hasta hace muy poco, valoraba la privacidad, la necesidad de estar eventualmente solo para confrontarse con ese otro que es uno mismo, para evaluar lo que nos gustaba y cambiar lo que se podía. Ahora no. La tecnología marca otra forma de ser y de pensar, si se puede estar continuamente “conectado” ¿porqué no hacerlo?

“Además de ese temor difuso, que cada tanto provoca tenues reacciones escandalizadas, lo que más crece es otra cosa: un deseo de exponer la propia intimidad haciendo estallar las antiguas válvulas protectoras simbolizadas por el pudor, el recato, las persianas y los cerrojos. Cada vez más, todo aquello que antes se preservaba como un valioso tesoro que las miradas ajenas jamás podrían macular, ahora desborda los límites del espacio privado para proyectarse en múltiples pantallas.” Aquí mismo, en este semanario, hemos insistido en la idea de que hay que preservar esos espacios que nos dan privacidad, en la necesidad de tener una vida privada que se resguarde del escrutinio público, requerimos de esa posibilidad para reconstruirnos, para ordenar los pensamientos, para reflexionar sobre lo experimentado a lo largo del día. Mantener esa independencia para elaborar juicios y saber cómo nos sentimos, sin la interferencia y la dependencia a lo que piensan y dicen los demás, bueno, hasta donde se pueda.

Pero lo público y lo privado desvanece su frontera, importa que los otros, entre más mejor, sepan al instante lo que hacemos, decimos, pensamos y donde estamos. Vivimos a través de lo que saben los demás de nosotros mismos. El anonimato, la soledad, la discreción nos asfixian. Nadie nos obliga a estar conectados, a final de cuentas es una opción que parece fácil, conveniente, quizás por superficial, por eso tantos inscritos en Twitter, o en el resto de las redes sociales como Facebook. Optamos por cargar dispositivos que nos pueden ubicar en cualquier lugar del planeta, que registran en qué gastamos, cuanto ganamos, lo que estamos haciendo, por eso el valor estratosférico, medido en miles de millones de dólares de “un lugar” en ese espacio cibernético, cuyo valor no está en sí mismo, sino en los que participan en él.

Como escribe Paula Silbilia: “Cuando una actitud que es funcional a un modo de vida se transforma en deseo, entonces la “obligación” se hace más plena y eficaz. No lo hacemos obedeciendo a una norma represiva que nos subyuga sino porque queremos, porque nos gusta y nos da placer, quizás incluso porque ya no seríamos capaces de dejar de hacerlo aun si quisiéramos… Tanto en Internet como fuera de ella, hablamos y nos mostramos con puntillosa avidez, voluntariamente. No toleramos más algo que hasta hace poco constituía el combustible vital para la edificación del yo: silencio y soledad, precisamente, aquel dúo otrora tan preciado, que sólo lograba desplegarse a gusto en lo más íntimo del espacio privado. Moraleja: no soportamos más estar a solas con nosotros mismos.” Cierto, pero la exhibición pública no garantiza la comprensión de los otros, la aceptación, la tolerancia; ya no sabemos si somos lo que “comunicamos” o si tenemos dos personalidades, una conectada y otra desconectada. Peor aún, el compartirlo todo, o casi todo, no impide las agresiones, el acoso cibernético ya es un problema que puede seguir creciendo, el robo de identidad también es un riesgo, el espionaje no solo gubernamental para manipular nuestras preferencias electorales, o de las grandes corporaciones urgidas de elaborar perfiles y patrones de consumo, también de la delincuencia, de los nuevos depredadores que encuentran útil cualquier información que les dejamos ver.

Como todo lo que está en proceso, no sabemos en que vaya a terminar o los caminos que tomará, por lo pronto podemos estar de acuerdo en algo: “En realidad, las causas de ese fenómeno son más inextricables: en una cultura que enaltece la visibilidad y la celebridad para “ser alguien”, dudamos de nuestra propia existencia si nadie nos ve.”