lunes, 20 de marzo de 2017

MÍSERA EXISTENCIA

Joaquín Córdova Rivas Los memes —esos seres horrendos que casi cualquiera puede engendrar y que pueblan el ciberespacio— no se hicieron esperar. La frase, como de castigo por no hacer la tarea: “sí merezco abundancia”, no tardó en atraer la atención ocultando, otra vez, el fondo de un caso que desde hace mucho ha dejado de ser aislado y se ha convertido en modus vivendi de nuestra casta política —porque de clase no tiene nada—. ¿En qué parte del cuerpo humano se encuentran la dignidad, la ética, la solidaridad, la responsabilidad, la vergüenza, el aprecio, el amor, la empatía? Si acaso, algunos alcanzarán a deducir que en el cerebro, en ese innumerable amasijo de neuronas que se iluminan cuando entramos en interacción con nosotros mismos o con los demás y el ambiente que nos rodea, sea de manera cercana o virtual, sin que importen las distancias geográficas o temporales menospreciadas por la tecnología actual. Otros dirán, con razón, que no poder ubicar tales cualidades revela los límites de la ciencia actual y que es necesario pensar diferente, encontrar otra forma de conocer y conocernos, que los sentimientos y las emociones no se pueden explicar con un manojo de neuronas titilantes, sino que falta algo más. Mucho de razón tiene el historiador Yuval Noah Harari en su libro Homo Deus, la idea y necesidad de un dios pierde sentido cuando la ciencia y la tecnología, hermanadas, sienten que ya no lo necesitan para explicar casi cualquier cosa. Es más, para este escritor, estamos en un umbral civilizatorio, donde el homo sapiens dejará de serlo para transformarse en otra cosa, igual que pasó antes en la historia de esta especie que se cree y siente superior a todas las demás. Pero no es lo mismo pensar en un cambio cualitativo producto de avances tecnológicos y de crisis humanista, que postular que Javier Duarte y su numerosa parentela, comenzando por su esposa, son ejemplo de lo que será el Homo NeoPRI, que es más bien, el producto de corruptelas compartidas e impunidades crónicas. Si las llamadas ciencias duras o exactas no pueden responder a las preguntas importantes sobre el hombre como especie, si no aciertan a explicar o encontrar un gen de la corrupción, de la desvergüenza, de la indignidad, del empobrecimiento intelectual voluntario, ¿qué hacemos? «El sentido se crea cuando muchas personas entretejen conjuntamente una red común de historias. ¿Por qué le encuentro sentido a un acto concreto (como por ejemplo casarse por la Iglesia, ayunar en el ramadán o votar el día de las elecciones)? Porque mis padres también creen que es significativo, al igual que mis hermanos, mis vecinos, la gente de ciudades cercanas e incluso los residentes de países lejanos. ¿Y por qué toda esa gente cree que tiene sentido? Porque sus amigos y vecinos comparten también esa misma opinión. La gente refuerza constantemente las creencias del otro en un bucle que se perpetúa a sí mismo. Cada ronda de confirmación mutua estrecha aún más la red de sentido, hasta que uno no tiene más opción que creer lo que todos los demás creen. Sin embargo, con el transcurso de décadas y siglos, la red de sentido se desenreda y en su lugar se teje una nueva red. Estudiar historia implica contemplar cómo estas redes se tejen y se destejen, y comprender que lo que en una época a la gente le parece lo más importante de su vida se vuelve totalmente absurdo para sus descendientes. […] Los sapiens dominan el mundo porque solo ellos son capaces de tejer una red intersubjetiva de sentido: una red de leyes, fuerzas, entidades y lugares que existen puramente en su imaginación común. Esta red permite que los humanos organicen cruzadas, revoluciones socialistas y movimientos por los derechos humanos.» Si atendemos a Harari, ese tejido, esa red que a los sapiens nos permite dominar el mundo está desgarrándose, no solo por los avances técnicos y científicos, sino por la crisis en el conocimiento generado por un modelo único de “hacer ciencia”; pero antes de meternos en la forma de crear o desarrollar esos saberes cuyos límites ya señalamos, habría que advertir que otras redes también se destejen, esas redes que nos permiten acordar y respetar ciertos principios que nos protegen como especie, no de las otras, a las que estamos agrediendo inmisericordemente hasta la extinción, sino de nosotros mismos. Si todos nos comportáramos como los neopriistas —y aquí están incluidos sus miserables discípulos del resto de los partidos políticos— y sus numerosas parentelas, tendríamos que llegar a la conclusión de que mientras tejemos otras redes de sentido que no permitan que se engendren y después se escapen estos grandes depredadores, todo se vale, hasta la violencia revertida en esos que dicen que se merecen la abundancia mal habida. Si los apellidos familiares que se han vuelto despreciablemente populares, y que apenas son una pequeña muestra de lo que en realidad está ocurriendo, se empeñan en destruir el sentido de lo que es “ser humano”, los demás tenemos que ocuparnos en organizarnos mejor que ellos y tejer esas redes que nos devuelvan a un estado de humanidad, tranquilidad, justicia y esperanza. Algo se está haciendo, pero todavía no es suficiente.

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