lunes, 3 de octubre de 2016

LO HEMOS PERDIDO

Joaquín Córdova Rivas Detrás de cada decisión suponemos que hay información que la sustente, que le dé sentido, que suponga alguna ventaja hacer algo o dejar de hacerlo, pero cuando los dislates se suceden uno tras otro se vale dudar. De tiempo atrás se han externado preocupaciones por la salud física o mental de los más variopintos gobernantes. Por mencionar algunos de los recientes, allí están las reuniones deliberativas con los órganos encargados de la seguridad nacional de nuestro vecino del norte en las que Ronald Reagan —su entonces Presidente—, se quedaba dormido. La cara de pasmo —por decirlo decentemente—, de George Bush Jr., durante el ataque a las torres gemelas del World Trade Center. La evidente indecisión y pésimo manejo de la crisis producto del terremoto de 1985 de Miguel De la Madrid. Los crímenes de figuras políticas importantes durante el salinato combinado con el exacerbado egocentrismo del titular del ejecutivo de esa época. Ni para qué detenerse en la presunta dipsomanía de otro o en la necesidad de píldoras de la felicidad de su antecesor. De lo que no cabe duda es que la concentración de poder puede enfermar o volver loco casi a cualquiera. Bueno, a algunos se les aparece su mentor en forma de pajarito y hasta platican con él. La falta de una lógica política que parezca darle algo de coherencia a las decisiones importantes del poder ejecutivo federal actual, que se la pasa rebotando de un error al siguiente sin atinar en casi nada, ha hecho que se revivan las sospechas respecto de la forma en que se procesa la información que llega al primer círculo presidencial; porque en un país presidencialista, si se equivoca el preciso, los demás lo siguen en sus errores, los refuerzan y hasta los presentan como grandes avances, como iniciativas audaces, como el accionar necesario de un estadista incomprendido pero que será salvado por la historia. O en el colmo de la perversidad parece que no dudan en empinarlo para jugar al futurismo personal, sin importarles llevarse al país entre sus mugrosas pezuñas. La percepción de que algo grave pasa no es nueva, en algo atinó el diario inglés The Economist cuando subtitula una de sus columnas más influyentes, refiriéndose al presidente mexicano «A president who doesn’t get that he doesn’t get it», traducido como “El presidente que no entiende que él no entiende”, aunque en el cuerpo de la nota se refiere también al conjunto de sus más cercanos colaboradores, cercados por la corrupción y los conflictos de interés. http://www.economist.com/news/americas/21640397-president-who-doesnt-get-he-doesnt-get-it-mexican-morass De forma coincidente y desde los extremos ideológicos, primero, Carlos Marín, director de Milenio diario, se pone excepcionalmente crítico con la figura presidencial en una entrevista que ya se volvió viral; segundo, dos de los colaboradores de la revista Proceso, Ernesto Villanueva y Jenaro Villamil —el 5 y 6 de septiembre de este año—, expresan sus dudas e hipótesis sobre la influencia que pudiera tener un proceso de enfermedad en las decisiones presidenciales. De las pocas opiniones que parecen encontrar alguna lógica —torcida y truculenta, porque estarían apostando al peor escenario en las elecciones presidenciales norteamericanas—, en la bochornosa invitación a Donald Trump y su trato como jefe de Estado, es la de Jorge Alcocer el 6 de septiembre en el diario Reforma. Parece un llamado temporal a la cordura, pero la renuncia del todopoderoso secretario de hacienda, el señor Videgaray, pudiera marcar un giro significativo en la percepción peñanietista, a menos que sea un episodio más de esa realidad paralela que sólo ellos entienden. Peor si resulta que se practica el deporte favorito de un priísmo acrítico y vergonzosamente incondicional a su jefe máximo y el exsecretario “cae para arriba”. Sin necesidad de llegar a tanto, sí existe la percepción de que se toman decisiones cruciales sin apego a una realidad que muchos padecemos y que nuestra clase política no quiere ver, o que quizás “no entienden que no entienden”. A fines del siglo pasado, en plena aventura espacial, la agencia norteamericana encargada de los viajes espaciales, de poner en órbita a los satélites de comunicaciones, de llegar a la luna, popularizó una frase cuando alguno de sus artilugios fallaba y se perdía, incontrolado, en las inmensidades del universo: lo hemos perdido. Así parece estar nuestro presidente, desconectado de la realidad, fuera de órbita, sin comunicación con tierra.

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