domingo, 1 de septiembre de 2019

AÑO UNO


AÑO UNO
Joaquín Córdova Rivas

Los retos han sido muchos. El contexto político no auguraba nada bueno, demasiados compromisos amarrados con las cúpulas de los partidos tradicionales que implicaban vergonzantes apoyos mutuos. Para algunos poderosos era impensable perder la titularidad del gobierno federal y se embarcaron em proyectos transexenales con todas las ventajas habidas y malhabidas. Se acostumbraron a lo fácil sin detenerse a considerar a los que acabarían pagando sus excesos. Ahora algunos estorban lo más que pueden.

El primer reto se supera, llegar al primer informe de gobierno era igual de azaroso que ganar y se reconociera el triunfo, pero es que el límite no aguantaba una estirada más sin que se desfondara el país. Había que entregar resultados lo más pronto posible, algunos simbólicos y otros encaminados a concretarse. Estirar la mano en plan conciliador y después cerrar el puño si no había respuesta o esta era abiertamente retadora, impertinente, cínica.

Hubo que corregir, algunas propuestas se quedaron sin asidero en la realidad, no había y todavía está en construcción una fuerza policial federal confiable ante la corrupción generalizada en los estados y municipios. Hubo que negociar y presionar con titulares de instituciones que se resisten a perder sus privilegios y actuar por consigna. Hubo que comenzar a romper inercias que se adquieren fácilmente y se desarraigan en lapsos desesperadamente largos.

La protección o complicidad de algunos grupos del crimen organizado con instancias federales quedó mocha, en el aire, sin acuerdos que se cumplieran y se desató la violencia. Es su forma de presionar para seguir operando con impunidad y ganancia máxima, pero hasta en eso hay cambios propios de la dinámica delictiva. Los estupefacientes que antes eran demandados son sustituidos por otros más baratos y letales, para colmo fuera del control productivo y distributivo de los grupos tradicionales. Sus bases sociales pierden la cohesión de la complicidad piramidal cuando se plantea la posibilidad de reintegración o la consideración de atenuantes por coerción o violencia para realizar trabajo en contra de la voluntad de los agraviados. No todos son iguales ni merecen ser castigados igual.

Antes se destapaban casos de corrupción y no pasaba nada. ¿Desde cuando sabíamos de los fraudes comprando chatarra a empresas privadas como si fueran instalaciones operativas y en buenas condiciones? O de los manejos sospechosos en entidades financieras que de un día para otro cambiaban de cooperativas a tener dueños privados. O del huachicoleo y las redes de gasolineras que se beneficiaban del mismo o de los litros de muchos mililitros menos. Sabíamos del manejo faccioso del dinero público para pagar comentaristas noticiosos, para maquillar una realidad que a nivel de calle muestra su rostro más perverso, para normalizar la impunidad —es un robo pero es legal, es un abuso pero es legal—, los continuos llamados a respetar un estado de derecho que no podía estar más chueco, como si las leyes y reglamentos no estuvieran diseñados para “legalizar” y atenuar los delitos graves y castigar, hasta la fabricación de culpables, los delitos comunes. Se trataba de crear un ambiente de terror para inhibir las protestas, para evitar las denuncias, para que el ciudadano se conformara con que no le pasara algo peor.

La revictimización se puso en boga. Las mujeres se descubrieron culpables de ejercer las libertades que los machos tienen aseguradas: te pasó eso por andar fuera de tu casa a altas horas de la noche, por no andar acompañada de hombre que te cuide, por vestir provocadoramente, por descuidada, por no pedir ayuda aunque tuvieras un cuchillo en la garganta o el cañón de una pistola en la nuca, por andar tomando, por confiada. Si fuiste víctima de un robo: es que andabas exhibiendo tus pobrezas, es que te descuidaste, es que antes no te pasó algo peor. A veces hasta te piden agradecer que quien te robó el radio del auto, o la batería, o sacara lo poco de valor que llevabas fuera alguien “con experiencia”, que no dañó más de lo necesario, que no destrozó el tablero, que no rompió más de un cristal de la ventana más chiquita.

Y los abusos fueron instalándose en la cotidianidad aprovechando el creciente e intencional vacío de autoridad, nos molestamos y atacamos a nosotros mismos en lugar de cuestionar y organizarnos para acabar con los abusos que sí nos afectan a todos. Como que las venganzas chiquitas eran suficientes para reforzar una autoestima y seguridad muy disminuidas por las corruptelas impunes de los “peces gordos”, tan gordos que podían romper la red de cualquier intento por atraparlos, y hasta lo presumían en las redes sociales.

Año uno que no corresponde estrictamente con los 365 días de ejercicio del poder, año mocho al que le faltan 3 meses, pero al menos se perfilan cambios que pueden ser convenientes y duraderos, que ya se necesitaban. Estamos en el pantanoso pasado que se niega a desaparecer y lo nuevo que tarda en consolidarse. Ni siquiera las formas tradicionales, propias de este capitalismo devastador son aptas para medir los cambios en la dinámica social y económica cotidiana. El contexto planetario tampoco es halagüeño, ya no se puede “crecer” como antes a riesgo de acelerar la espiral apocalíptica, como nunca sentimos que si no desaceleramos nuestro consumo nos acabamos lo poco que queda para sobrevivir como especie, tendremos que irnos acostumbrando a disfrutar de la vida en una equidad moderada, sin los excesos propios de una especie irresponsable, buscar en la ética el uso responsable de la tecnología, mirar a los otros y mirarnos en ellos sin permitir abusos como los que estábamos y seguimos padeciendo. Año uno del resto de nuestras vidas.

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