viernes, 22 de septiembre de 2017

TEMBLAMOS - EL AMOR COMO COARTADA

Joaquín Córdova Rivas Todos lo sabemos, nuestro planeta está vivo y no se queda quieto, a pesar de que lo habitamos los que creemos ser los reyes de la creación. Esta esfera azul no responde a deseos humanos, pero sí a la devastación que sufre por ellos. Las sacudidas en su corteza pretenden aliviar tensiones profundas y no se anuncian, a pesar de las teorías conspiratorias, de los apocalípticos de la posverdad que siguen cosechando “likes” en las redes sociales, la Tierra tiene su forma propia de reaccionar y de acomodarse en este brevísimo lapso universal. Apenas nos alcanzan el conocimiento y la experiencia, para prever que existen lugares más vulnerables a fenómenos naturales que otros: los lechos de los ríos, las costas que por kilómetros apenas rebasan el nivel del mar, la cercanía con volcanes activos, las laderas de cerros y montañas empinadas o deforestadas, los enormes espacios abiertos para que los vientos y tormentas jueguen a placer, prácticamente no hay sitio sin riesgo, y aun así, la tragedia —como conjunción de los fenómenos naturales y las desigualdades sociales humanas— se ceban con los más débiles, los más pobres, los desprotegidos. Y la debilidad, la pobreza y la desprotección son factores provocados por nosotros mismos. Se derrumban edificios de departamentos o antiguas iglesias y monumentos, escuelas viejas y algunas no tanto, pero con pegotes mal construidos. Aparece la cara de la corrupción por los materiales baratos cobrados caros, por las fallas de diseño para incrementar las ganancias, por la mordida a la autoridad para que permita construir en lugares inadecuados. Y los jodidos de siempre sufren más que los ricos. Aparece la solidaridad para paliar la tragedia, para salvar a quien se pueda, para rescatar lo que quede. Los jodidos —que somos casi todos— ayudando a los semejantes, compartiendo lo que se tiene: las energías del cuerpo, los alimentos que se puedan conseguir, el material de curación que ni siquiera guardamos en casa porque esperamos nunca necesitarlo, las herramientas que milagrosamente encontramos; de repente nos sentimos parte de algo que nos rebasa, nos volvemos generosos, hasta perdemos los miedos que por sexenios nos han inculcado. Los medios de comunicación masiva ahora no sufrieron daños en sus estructuras, pero el parloteo incesante, innecesario, absurdo, le ganó a las noticias; la guerra por el “rating” los hizo trabajar a marchas forzadas, pero su aportación quedó menguada por las redes sociales, más ágiles y por lo mismo imprecisas, a veces alarmistas, incesantes hasta para inventar cosas que no ocurren. Hay que aprender a convivir con ellas, que nos sirvan en lugar de que algunos perversos las utilicen contra nosotros. ¿Y el amor? Creemos que siempre ha estado aquí, acechando el momento más inoportuno para dejarse ver, para adueñarse de los sentidos, para desatar las emociones, para revolver los sueños, para instalarse como el filtro único a través de cual ver u ocultar una realidad que, repentinamente, se volvió monocromática y sin sentido. Nos conviene creer que es un reflejo malhecho de esa relación entre las divinidades, cualesquiera que sean, y sus creaturas primigenias. Que le otorgan sentido a lo que, de otra manera, se quedaría como un capricho ególatra: los dioses hicieron a los humanos para que estos los alabaran, para que les tuvieran agradecimiento eterno, para jugar sádicamente con ellos sometiéndolos a incontables pruebas de fe ciega. No, mejor creer que nos hicieron porque nos querían mucho, porque querían que alguien disfrutara de sus fabulosas creaciones. A diferencia de otras mitologías más amables, menos asfixiantes, con una visión vital más placentera. Nuestra herencia, impuesta, judeocristiana, pierde de vista que el amor, o la idea que tenemos de él y que se apodera de nuestro actuar y pensar, tiene contextos históricos específicos. Que no es lo mismo el amor por conveniencia, ese que aseguraba la sobrevivencia de un grupo humano frente a otros quizás más agresivos, ese que daba certidumbre a la posesión de cosas materiales, incluyendo las mujeres y los hijos, por lo mismo tan en boga hasta tiempos recientes; que el “amor romántico”, ese que queriendo deshacerse de las conveniencias colectivas, ensalza el individualismo y refuerza la exclusividad de las relaciones pasionales del macho frente a su “objeto amoroso”. Además, la versión oficial de nuestros mitos inicia con la creación de la mujer como una parte del hombre, dependiendo su existencia de ese supuesto primer ser originado por el amor divino. No estamos ignorando la otra esquina del triángulo monoteísta: el Islam, pero todavía, religiosamente, nos pesan más los otros dos. Además, ese amor romántico ha servido para alimentar falsas esperanzas en un mundo donde las desigualdades sociales se profundizan y perpetúan. Ese supuesto amor que todo lo puede, que todo lo suple, que todo justifica, hasta conseguir la mezcla de clases sociales o el matar “porque eres mía o de nadie”, encubre las realidades que duelen: los ricos se casan entre ellos, solo en las manipuladoras telenovelas o en las palomeras películas disque románticas ocurre algo diferente. Además, perder el sentido histórico del amor lleva a seguir creyendo que la pareja es propiedad privada, y la violencia se normaliza hasta en el discurso amoroso: te celo porque te quiero, te pego porque te amo —a mí me duele más que a ti—, te controlo para protegerte, violo tu intimidad para que a los otros no te les antojes, ya sabes cómo soy y me provocas, prometo no volverlo a hacer, hasta que te mate el espíritu y la vida.

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