viernes, 31 de mayo de 2013

DIVERSIDAD POSMODERNA

La incomprensión produce miedo. En sociedades tan numerosas como las que estamos viviendo la diversidad se ve como algo indeseable, la respuesta es construir carriles para evitar ideas y comportamientos diferentes a una “normalidad” uniforme. Los partidos políticos que nacieron en el corporativismo, en esa imposición de fuertes intereses aparentemente comunes que había que defender contra todo y contra todos, no entienden que la fragmentación social es algo con lo que hay que lidiar, negociar, trabajar puntos de acuerdo y avanzar. Tienen tanto miedo que criminalizan la protesta en lugar de esforzarse por entenderla. El sociólogo francés Michel Maffesoli publica en 1985 el libro titulado El tiempo de las tribus, donde propone, porque así lo percibe, que dentro de la masificación de las grandes ciudades hay un movimiento contrario a la uniformidad absoluta: “Ya no hablamos de las grandes instituciones, que eran las instituciones del Estado sino que, por el contrario, hablamos de volver de alguna manera a la base, a lo que tiene que ver con la vida cotidiana. Mi intuición se verificó porque hemos visto desarrollarse esos pequeños grupos de afinidades. Y actualmente sigo pensando que es la gran tendencia del funcionamiento de las sociedades posmodernas donde cada vez más van a constituirse esos micro-grupitos. Entonces, mi definición, si actualmente tuviera que dar una definición de la tribu, sería una definición muy básica, muy simple: compartir un gusto: un gusto sexual, musical, deportivo, religioso –digo “gusto” para demostrar que es en el fondo algo muy simple–. Y que nuestras sociedades van a ser en cierto modo una especie de mosaico de esas pequeñas tribus y que se va a participar en varias tribus. En función de mi gusto sexual, musical o religioso, yo voy a estar hoy acá, mañana en otra tribu, pasado mañana en otra”. Contrario a lo visto por Maffesoli, nuestros gobernantes insisten en caer en la tentación de construir o regresar a las instituciones del Estado para garantizar su permanencia. Todo lo concentran en grandes membretes, en comisiones, consejos y programas que ellos deciden, que ellos integran, que ellos presentan como la única manera de enfrentar cualquier problema, la lucha contra el hambre, contra la inseguridad, por una educación de calidad, por la prevención de desastres naturales o humanos, por la productividad, contra los monopolios, para encontrar a los “desaparecidos”, o cualquier otra “causa” coyuntural que justifique la solución rápida dentro de los cauces que ellos definen como “institucionales”, porque fuera de esas instituciones, dicen, solo reina el caos y la perdición. La “política de aparador”, como la nombró la politóloga Denise Dresser no es únicamente el uso hasta la náusea de los medios de comunicación para hacer a los gobernantes omnipresentes; aunque no hagan nada importante tienen que salir en las primeras planas, acaparar las ocho columnas, estar en la fotografía de la portada. Que no exista evento político, social, deportivo, cultural que resista su beatífico visto bueno, su irresistible sonrisa, su agudo comentario. La ciudad de Querétaro ya rebasó al millón de habitantes, ya tiene características que la ubican dentro de la categoría de las megalópolis y su diversidad cotidiana ya se percibe como una amenaza para algunos, y esos algunos reaccionan creando campañas contra los supuestos “extraños”, esos “otros” que rompen con unas aparentes paz y moral provincianas fundadas más en el ocultamiento que en la verdadera falta de conflictos. Por eso, por decreto, los delincuentes, los indeseables, los diferentes siempre vienen de fuera, sus vehículos portan placas de otros estados, sus documentos de identidad los marcan como ajenos a las “buenas conciencias” ─dijera Carlos Fuentes─, son abusivos, son prepotentes, no entienden la idiosincrasia local y por tanto hay que rechazarlos; y quizás lo que está pasando es que el espejo nos está regresando nuestra propia imagen. Otra vez Maffesoli ─Revista Ñ 04 de febrero del 2013─: “Yo mostré que asistíamos al fin de esas instituciones y que veíamos el surgimiento, el retorno de pequeños grupos emocionales, instituciones racionales-tribus emocionales. Donde, de alguna manera, los afectos, los sentimientos, las pasiones volvían al centro de la escena, recuperaban la importancia. Y fue por eso que propuse la imagen de la tribu. Los etnólogos, los antropólogos nos han mostrado que en la selva, la tribu era una manera de sobrevivir, para luchar contra la adversidad de los animales, de la naturaleza, etcétera. Para expresar el luchar contra la adversidad, en francés decimos serrer les coudes (estrechar filas), o sea hacerse favores, desarrollar formas de solidaridad. Y la tribu tenía esa función. Entonces yo dije: en la selva de piedra, que son las grandes megalópolis de millones de habitantes, en San Pablo, Buenos Aires, Nueva York, Tokio, etcétera, las tribus son también formas de organización de solidaridades. Esa es la idea.” Pero contra eso se utiliza toda la maquinaria del Estado, lo que queda de él que no es poco se alinea para ofrecer el mismo discurso. Por ejemplo, todas las instituciones deben quedar dentro del programa Soluciones, las escuelas, los centros de salud, las colonias y barrios, cualquier instancia debe tener su comité que concentre la dinámica social propia, ahogándola, mutilándola, metiéndola en el laberinto burocrático y obstaculizando cualquier intento por actuar fuera de esa férrea institucionalidad. Como si no existiera otra cosa, otra solución, otra forma de pensar, de sentir y de actuar. Pero ese anacronismo (incongruencia que consiste en situar en una época lo que pertenece a otra, según el diccionario de la RAE), no puede sostenerse por mucho tiempo, termina por cansar, por agotarse, y viene lo más indeseable, para ellos, la veleidad democrática.

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