LOS NIÑOS DE LA PANDEMIA
Joaquín
Córdova Rivas
Los
niños de la pandemia, esos nacidos a fines del año pasado y principios de este
2020, esos que no conocen a sus parientes cercanos mas que a través de una
pantalla, a través de la ventana de un auto o en persona, pero de lejecitos.
Esos que no interactúan con niños de su edad porque los parques y jardines
públicos, los centros de desarrollo infantil, las escuelas preescolares han
estado cerrados.
O
los más grandecitos que han sido impedidos de conocer a otros de su edad, pero
con la diversidad y diferencias que dan siglos de cambios y evolución. Los
niños que no saben que hay otras formas de ser, de verse, de quererse; los que
no saben jugar en grupo, los que no toleran más reglas que sus caprichos, los
que quedaron a merced de un núcleo familiar desintegrado o disfuncional y han
crecido creyendo que eso es lo normal y deseable. O peor, los que son sometidos
a abusos y son maltratados por no ser deseados, ni planeados, los que
“aprenden” en ambientes donde la violencia, el alcoholismo, el machismo, la discriminación
por cualquier cosa son el pan de cada día.
Si
antes del confinamiento sanitario había la esperanza de que el sistema
educativo público alcanzara a suplir algunas de las desigualdades sociales, a
compensar las deficiencias de los padres o del núcleo familiar cualquiera que
sea, porque falta recordar que muchas familias son monoparentales o que los
niños están a cargo de alguno de los abuelos o tíos, unos cansados por el paso
del tiempo y el desgaste de trabajar y vivir muchos años, los otros que tienen
sus propias familias o que ni siquiera alcanzan la mayoría de edad y ya se les
hace responsables de los hermanitos o sobrinos. Esa esperanza se desvaneció con
la supuesta educación a distancia, precisamente en las etapas de desarrollo
donde se requiere estar en contacto con otros humanos que sirvan de ejemplo
para ser, también, cada vez mejores seres humanos. Además, se rompió la burbuja
de creer que el acceso a la tecnología, a las redes de comunicaciones era cosa
fácil y al alcance de todos.
De
por sí la educación escolarizada estaba en crisis por el rebase de una
tecnología en las comunicaciones que no atiende a una ética mínima y esta
enfocada en la concentración de riqueza en cada vez menos manos, al menos tenía
la ventaja de educar en la diversidad social y en el respeto mínimo a unos
derechos humanos que, en la teoría, siguen avanzando, pero en la práctica se
atoran en una enferma cotidianidad. Pero existía el espacio social para practicar
la empatía, la solidaridad, la convivencia con los otros que son diferentes a
uno, el conocer otras manera de relacionarse afectivamente, de poder denunciar
los abusos o siquiera ser escuchados para no sentirse más solos en una sociedad
que ahora prescribe la caricia, el abrazo, el apapacho, el beso, la simple
cercanía y hasta el ver los gestos de los que logran vencer el miedo.
Dicen
los que saben que más del noventa por ciento de nuestra comunicación es no
verbal, es decir, las palabras no nos alcanzan para decir lo que queremos
transmitir, recurrimos a los gestos, a la forma de caminar, de acercarnos o
alejarnos, al parpadeo, a la mirada, a la sonrisa, al tono y volumen de la voz,
a las pausas, a los silencios. Casi todo eso está impedido o queda muy mocho
con el uso de cubrebocas, peor con las pantallas de los celulares, de las
computadoras, que no logran siquiera simular la experiencia de la cercanía
física. El texto escrito en cualquiera de las redes sociales, los emoticones, no
son suficientes para saber si quien nos “habla” está bromeando, usa la ironía o
la contradicción juguetona, y nos quedamos sin entender lo que nos dicen o,
peor, lo malinterpretamos y adjudicamos falsas intenciones a quien nos manda un
mensaje.
Primero
nos dijeron que las medidas sanitarias eran para proteger nuestra salud física,
que había que proteger la vida casi a cualquier costo, pero ese costo se
negocia por motivos económicos y los otros se olvidan. Este capitalismo
neoliberal, ya en franco proceso de destrucción planetaria, no aguanta más días
de inactividad, de falsa inactividad deberíamos decir, ya que las maquiladoras
en gran parte del mundo nunca detuvieron su marcha, y esas medidas sanitarias
quedaron en pura apariencia a contentillo del político de la comarca, aunque lo
que se impusiera fuera francamente absurdo.
Pero
nadie quiere hablar de los otros costos de la pandemia, de la salud emocional
francamente deteriorada de gran parte de la población sumida en el miedo y en los
cambios con una convivencia forzada que agudizó sus carencias y distorsiones.
Tampoco de los muertos provocados por falta de atención médica adecuada porque
todo el sistema de salud se volcó a atender a enfermos que todavía no llegaban,
ocultando también que los graves y necesitados de respiradores mecánicos tienen
una sobrevivencia de apenas el 30 por ciento. O de las más de 600 mil
intervenciones quirúrgicas que, solo en nuestro país, se han pospuesto alegando
lo mismo.
Mientras,
nos entretienen con “noticias” sobre el virus, sus innumerables formas de
transmisión —ahora resulta que es omnipresente y omnipotente como cualquier
dios—, sus posibles secuelas y efectos secundarios, los otros costos se ocultan,
el problema es que ignorarlos no sirve, de todas formas, habrá que pagarlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario