VIVIR
EN LA CUEVA
Joaquín
Córdova Rivas
Ante
el peligro regresamos a la cueva. No es que nos asusten igual que antes terremotos,
huracanes, meteoritos, inundaciones, erupciones y plagas, tenemos la ventaja de
haber avanzado algo en el conocimiento de lo que somos y lo que nos rodea. Ahora
nos aterra lo que no vemos a simple vista pero que sabemos que están allí y no
son fantasmas, sino los poco conocidos microorganismos. No dejamos de aprender
y de asombrarnos. Por eso, ante la falsedad de que la tecnología y la ciencia
nos darán todas las respuestas, se alzan las incertidumbres de la filosofía:
entre más conocemos más ignoramos.
Tampoco
es cualquier cueva, bueno, para algunos si, a veces hasta peor cuando todo se
reduce a un cuarto de tembeleques pedazos de madera y láminas de cartón
enchapopotado en el cauce de un drenaje a cielo abierto, o a la orilla de un
barranco, o en un áspero terreno en espera de que alguien se lo adjudique y
termine destruyendo lo poco que se tiene.
Mejor
pensemos al menos en una vivienda de interés social con aspiraciones
clasemedieras, una casa de tabique, con agua corriente, drenaje, baño mínimamente
equipado, energía eléctrica y una o varias pantallas, que, como modernas
ventanas, nos dejan ver lo lejano ignorando lo que tenemos más cerca. Esa cueva
moderna quizás está conectada a un servidor de internet para escapar de la
esclavitud de la televisión abierta y sus insoportables programas.
En
esa cueva neoplatónica, las sombras de esa falsa realidad que se proyecta en
las paredes es la de los noticieros y las redes sociales, esos fallidos
oráculos que han desgastado y abusado tanto del tema de la pandemia, tratada
como show de terror y escándalo mediático, que cuando necesitamos tomar
decisiones colectivas basadas en información verás y bien organizada ya no
creemos en nada.
A
pesar de que sabemos, o deberíamos saberlo, que el virus que ahora nos aflige
infectará a la mayor parte de la humanidad —algunos cálculos andan por el 70
por ciento— por la facilidad de propagación en este mundo hiperconectado y por
la ausencia de una vacuna que tardará meses en producirse ya que requiere de
largo tiempo de pruebas para que no resulte peor el remedio que la enfermedad,
recordar el caso de la Talidomida, o el más cercano de la Ranitidina, no viene
mal—, de lo que se trata es que nos infecte en etapas distribuidas a lo largo
del mayor tiempo posible, porque de trancazo no hay cómo auxiliar a los más
vulnerables y la mortalidad se eleva dolorosamente.
Mejor
regresemos a lo principal de este texto. ¿Cómo le hacemos para construir una
cotidianidad, una convivencia familiar o de pareja, que transite por la negociación
pacífica dentro de nuestras modernas cuevas? Y no se trata solo de combatir el
aburrimiento, porque en un país tan desigual como el nuestro esas desigualdades
se cuelan por las puertas y ventanas reales y virtuales. No es necesario
imaginar una familia promedio en la cual ninguno de sus integrantes está en
algún sector prioritario laboral, y que ahora, sin preparación previa, tienen
que trabajar “desde casa”, o en el peor de los casos se han quedado sin trabajo
o sin ingresos seguros por un tiempo indeterminado, lo que aumenta los niveles
de enojo y frustración más allá de lo “normal”, que además tienen que compartir
casi 24/7 los mismos espacios que, según pasan los días, se sienten más
pequeños.
Los
feminicidios no van a parar, hay hasta el temor de que se incrementen, o que
algunos hogares eleven la temperatura de su propio infierno. Esa “convivencia”
forzosa entre abusadores y abusados puede precipitar tragedias que pueden tener
efectos más duraderos que la pandemia.
Pero
también puede suceder —eso esperamos— lo contrario. Que la empatía sirva para
limar asperezas, para construir nuevos equilibrios que funcionen para todos los
integrantes de quienes comparten el mismo espacio, que se construyan nuevos
modelos de convivencia basados en una comunicación más afectiva, colaborativa,
menos egoísta y salvaje. Que esta crisis nos sirva para resolver las otras
crisis, esas que nos han dicho que no tienen solución o que cambiar es peor que
quedarnos como estamos.
Mientras,
habrá que construirse otros espacios de encuentro sin caer en la tentación de
la pura virtualidad, nuestra sociabilidad es la que nos ha convertido en lo que
somos, el encontrarnos frente a frente, el tocarnos, abrazarnos, mostrar amor
requiere del contacto. Hay abundantes evidencias al respecto, no por nada el
peor castigo es el aislamiento.
Regresamos
a nuestras cuevas buscando algo de seguridad, tratando de no contagiarnos o de
que exista alguien que nos cuide si somos víctimas de esta nueva calamidad.
Pero, mientras eso pasa, hay que vivir, tolerar, respetar y aprender de los
otros.
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