sábado, 13 de enero de 2018

¿HOMBRES O LEYES?

¿HOMBRES O LEYES? Joaquín Córdova Rivas La democracia no es, ni ha sido, la única forma de gobierno; tampoco se ha considerado siempre la más adecuada. Es más, desde su auge en la Gracia clásica ha sido sometida a una crítica constante y fundamentada. El colmo lo vivimos ahora, en que hemos construido la idea de que la democracia es la mejor y única forma correcta de gobierno, que cuestionarla es hacerle el juego a “intereses oscuros”, a lo políticamente incorrecto. Pero, como ya hemos visto en textos anteriores, la democracia se considera un estorbo cuando de eficacia electoral se trata. Entre la dictadura de una mayoría inculta o de una minoría ilustrada la discusión parecía zanjarse con un sistema donde una mayoría informada, crítica, educada que supiera sus derechos y ejercerlos, pudiera elegir legisladores sabios que diseñaran un entramado de leyes que los reyes, buenos o malos, tuvieran que respetar. Uno de los grandes teóricos de la democracia, Norberto Bobbio, en una sintética revisión de la vieja polémica ¿Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes? Nos ubica en el centro de la misma: «Mientras que la primacía de la ley protege al ciudadano de la arbitrariedad del mal gobernante, la primacía del hombre lo protege de la aplicación indiscriminada de la norma general, por supuesto, siempre que el gobernante sea justo. La primera solución sustrae al individuo a la singularidad de la decisión; la segunda, a la generalidad de la prescripción. [...] En realidad, ambas presuponen una condición que acaba por hacerlas, al cambiar la condición, intercambiables. La primacía de la ley se basa en el presupuesto de que los gobernantes son en su mayoría malos, en el sentido de que tienden a usar del poder para sus propios fines. A la inversa, la primacía del hombre se funda en el presupuesto del buen gobernante, cuyo ideal es, para los antiguos, el gran legislador. En efecto, si el gobernante es sabio, ¿qué necesidad hay de constreñirlo en la red de las leyes generales, que le impiden sopesar los méritos y deméritos de cada uno? Por supuesto; pero si el gobernante es malo, ¿no es mejor someterlo al imperio de normas generales, que impiden a quien ocupa el poder erigir su arbitrariedad como criterio de juicio de lo justo y de lo injusto?» http://www.liderazgos-sxxi.com.ar/bibliografia/bobbio-cap-7.pdf Desde ambos frentes, el idealismo y el materialismo filosófico, desde Platón y Aristóteles, —que observaron horrorizados como una “mayoría” condenaba a muerte a uno de los suyos: Sócrates—, pasando por los grandes del pensamiento político, a veces de diferentes formas, pero la discusión permanece. En nuestro mexicano contexto actual, se revivió cuando se le pregunta al precandidato Andrés Manuel López Obrador su opinión respecto de la repudiada Ley de Seguridad Interior que legaliza a que las fuerzas armadas permanezcan fuera de los cuarteles e intervengan cuando las fuerzas policiacas sean rebasadas por la corrupción, el crimen, o por el desorden público, y responde que no hay de qué preocuparse, porque él no la utilizaría. Es decir, el buen gobernante no aplicaría una ley mala, por lo que el pueblo puede estar tranquilo. La forma adecuada de responder al desplante lopezobradorista la dan los teóricos revisitados por Bobbio: «no es el rey el que hace la ley, sino la ley la que hace al rey.» Solo que no lo pueden hacer porque sería reconocer la perversidad posible en la aplicación de una Ley propia de un estado de excepción, no de un estable “estado de derecho”, que si no existe como tal es por responsabilidad de los propios gobernantes actuales —incluidos los legisladores, que son más estúpidos que sabios—, que se mandan a hacer leyes a la medida de sus propios intereses y que legalizan el trato preferencial a los poderosos a costa del resto de los ciudadanos. A pesar de que esas “desviaciones” democráticas fueron previstas, de poco han servido las advertencias y el apelar a la historia: «Para Tocqueville, una nueva especie de opresión amenaza a los pueblos democráticos, por lo cual resulta difícil valerse de las palabras antiguas, “porque la cosa es nueva”. Pero no tan nueva como para no poderse describir como una forma de despotismo: Imaginemos bajo qué aspectos nuevos podría producirse en el mundo el despotismo: veo una innumerable multitud de hombres semejantes e iguales que no hacen más que girar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que saciar su espíritu...» Hasta parece que está describiendo a nuestra kakistocrática casta política, que solo ve y se cuida a sí misma, fingiendo una contienda política con falsos competidores a través de los cuales busca perpetuarse y mantenerse corrupta e impune. Incluso se reconoce que formas dictatoriales de gobierno aparecen en crisis muy específicas, como una necesidad de buscar solución a situaciones extremas y no solo por la voluntad de un individuo por muy poderoso que se crea, que además tiene un tiempo específico de acción y una tarea precisa: «Algunos de los más importantes escritores políticos de la Edad Moderna, desde Maquiavelo hasta Rousseau, señalan la dictadura romana como ejemplo de sabiduría política, por cuanto reconoce la utilidad del gobierno del hombre, si bien lo admite sólo en caso de peligro público y únicamente mientras dure tal peligro. Más aún, el cometido del dictador es precisamente el de restablecer el estado normal y, en consecuencia, la soberanía de las leyes.» Ante las crisis actuales: económica, social, de justicia —impunidad—, del sistema completo de bienestar social (véanse las presiones de gobierno del estado contra el sistema de retiros y jubilaciones de sus trabajadores), educativa, ética y las que se acumulen hasta antes del primero de julio, las respuestas podrían ser: apostar por la continuidad pensando que las cosas no pueden ir peor y en la idea de un “progreso” que solo hay que esperar porque es inevitable —nos caería como bendición o castigo divino—; o apostar por un “dictador bueno”, rodeado de asesores y legisladores sabios que, ante la emergencia, imponga medidas que restauren ese devastado sistema de bienestar social que seguimos perdiendo, y que restaure la moral y ética pública. Difícil elección, pero habrá que hacerla.