sábado, 25 de enero de 2020

NO ALCANZAN LAS PALABRAS


NO ALCANZAN LAS PALABRAS
Joaquín Córdova Rivas

Cambia el país y se desdoblan los discursos. No el relato imaginario de las instituciones que desdeñan lo anecdótico tachándolo de subjetivo y por tanto seguramente falso, sino también porque el entramado mediático, cercano al poder, aunque no lo reconozca, lo rechaza porque carece de control sobre ese “murmullo social” y su manera de propagación.

La espiral de violencia no se ha detenido, el coletazo, producto de un primer rompimiento en las redes de complicidad, de allí las detenciones de exfuncionarios de primer nivel de los gobiernos federales anteriores, está dejando ver que el clamor de las víctimas —colaterales según el discurso oficial— de esa falsa “guerra contra el narcotráfico está presente desde hace muchos años, al grado que se desarrollaron investigaciones muy serias al amparo de instituciones que forman parte de ese Estado calificado de represor y corrupto.

Para agobio de los beneficiarios reales y supuestos de ese estado de cosas, el desnudar la estrategia oficial de comunicación que hacía ver como “necesaria” la violencia y sus efectos cada vez más amplios y cruentos, no es una ocurrencia de la llamada 4T.

Es el año de 2016 y se edita el libro de Miriam Bautista Arias titulado El murmullo social de la violencia en México, en una colaboración entre la Universidad Autónoma Metropolitana y el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados / LXIII Legislatura, que se puede descargar completo desde http://www5.diputados.gob.mx/index.php/camara/Centros-de-Estudio/CESOP/Estudios-e-Investigaciones/Libros/El-murmullo-social-de-la-violencia-en-Mexico

Por supuesto que no es la única publicación que busca, y lo logra, recuperar esas historias, esos testimonios de los ciudadanos que, sin advertencia previa, sin haber sido consultados, sin tener nada que ver con el tema, se encuentran inmersos en un contexto de violencia extrema.

Su autora se plantea una pregunta básica: «¿cuáles eran las experiencias relacionadas con hechos violentos que los medios de comunicación no estaban narrando?» Los primeros relatos remiten al inicio de esa violencia que se vuelve institucional, cotidiana, opresiva, paralizante en muchas ocasiones, aunque en otras la reacción social se salta el miedo y lo convierte en indignación movilizadora.

«Este trabajo parte del supuesto de que en México la excepcionalidad ha sido siempre la regla, en tanto que la violencia de Estado es una constante histórica, una práctica común que en el momento actual ha alcanzado dimensiones dramáticas al impactar a la ciudadanía en general.»

Pero los ciudadanos saben, se dan cuenta, aunque su lenguaje no sea tan claro, hay que hablar de las cosas, pero en confianza, no de forma directa para no caer en peligro, para no alertar a alguien que se mezcla o puede ser un familiar, un compañero de trabajo, un vecino o hasta el jefe en la empresa, y entonces hay que desentrañar significados.

«es mediante el discurso que los sujetos dan testimonio de la violencia; en éste puede desentrañarse el sentido que le dan y la forma en que la violencia modifica sus subjetividades y sus relaciones cotidianas.»

Los especialistas y hasta las personas comunes sabemos que el lenguaje no puede expresarlo todo, que hay experiencias emotivas que no pueden transmitirse o siquiera pensarse en palabras. El desconcierto, la incertidumbre, el querer sentirse mínimamente seguro o normal en la inseguridad y la anormalidad atraviesa lo que alcanzamos a decir.

«[…] sí, sí me aterroricé en ese momento, o sea que uno ya se acostumbra a la violencia ¿no?, o qué, no lo sé, es que como me provoca coraje, mira hasta creo que el hígado me está doliendo de lo que estoy diciendo, como que me siento así “a ver, pues no, a mí no me van a provocar miedo” ¿no?, claro, nos lo provocó, pero procuro tampoco demostrar así tanto miedo.
[…] cómo es posible que la autoridad no sepa dónde están cuando todo mundo, si tú te vas a Apatzingán, todo mundo te dice dónde viven todos ¿no?, aquí mismo en Morelia, o sea, saben dónde y quiénes son esas personas ¿no?, y entonces cómo es posible que no los encontremos, que no sepamos, que no los atrapamos y que sigan con esa impunidad ¿no?, porque ellos son parte de esa situación.
[…] de repente uno platica con los que son policías o son militares y te dicen: “ah sí, pero ese guey ya sabíamos, o sea, ya sabíamos dónde vive y todo y el jefe pues nos dijo y si declaras algo pues tienes que decir esto”, entonces ya te imaginas el teatro de “a ver fórmese y a ver tú, agárralo y a ver, vamos a tomarle una foto”, entonces todo lo que presentan pues realmente no sé, si, tengo un conocido que es judicial y cada que hay un decomiso llena su casa de shampoo o de pantallas planas o de cereal, lo que se decomise, ¿qué no puede pasar con ese tipo de cosas?
[…] de repente cerraban la discoteque, porque estaba ya la bola de cuates, suponemos que narcos ¿verdad?, mandaban cerrar la discoteque y que decían: “quiero ésta, quiero ésta, quiero ésta”, las muchachas y se las llevaban y no volvían a saber de ellas.»

Los testimonios, las anécdotas, ese murmullo social de las malas experiencias que buscan la forma de comunicarse como una forma de exorcizarlas, de evitar que nos suceda algo que nos afecte gravemente. Encubrir lo que sabemos y no encontrar explicación a la indiferencia, a la justificación a veces, a normalizar algo que sabemos que no debiera ser normal. Todo eso nos rodea desde hace muchos años. No es nuevo, pero sí se puede contener y después disminuir a su mínima expresión. Esa es la tarea y hay que hacerla colectivamente. No tolerar lo que nos hace daño, no quedarse callado y saber que no hay corrupciones sin víctimas.

VALORAR LA ESCUELA


VALORAR LA ESCUELA
Joaquín Córdova Rivas

De vez en cuando nos horrorizamos, queremos creer que existe una frontera definida e infranqueable entre lo que hacen los demás y lo que nosotros somos capaces de hacer; también nos sirve negar lo evidente, “normalizarlo” para que no nos afecte, sentir que lo que les pasa a otros es imposible que nos pase, hasta que sucede.

Dice un proverbio africano que se necesita de un pueblo entero para criar a un niño, estamos fallando como pueblo, le estamos fallando a nuestros niños y nuestra responsabilidad no se desvanece en el escándalo mediático, en las explicaciones fáciles que tienen como base la ignorancia colectiva. La semana pasada trajimos a colación la cifra de medio millón de menores de edad que “trabajan” para el crimen organizado en este dolorido y amnésico país, esos niños y adolescentes que carecen de formas de negarse a realizar actividades que los dañarán para siempre, que los estigmatizarán, que los convertirán en víctimas de la saña colectiva. Pero también en el otro extremo hay niños dañados, aunque no tengan carencias económicas, aunque sean buenos estudiantes, aunque los manden a educarse a escuelas privadas con prestigio, porque esas aparentes ventajas pueden llegar a funcionar en sentido contrario cuando el ambiente social y familiar distorsiona las formas de ver la vida y de vivirla, o de morirla, como desgraciadamente ocurrió.

No deja de sorprender que nuestras escuelas sigan siendo espacios que amortiguan en mucho las influencias perversas de las narcoseries, de las telenovelas, de la violencia cotidiana que se sufre calladamente dentro de muchas familias, en las relaciones “románticas” de miles de parejas, de los abusos cotidianos de cualquier autoridad, de las corruptelas de propios y extraños, del falso mundo “feliz” de las redes sociales.

Las escuelas, a pesar de los malos resultados académicos en supuestas evaluaciones estandarizadas y “objetivas”, siguen siendo el principal —y frecuentemente único— factor de protección de millones de estudiantes contra la desesperanza, el miedo, la soledad, la intolerancia, las adicciones. Sin embargo, es inevitable que ese contexto violento y corrupto se cuele a los salones de clase, a las relaciones desiguales que se disfrazan de prácticas discriminatorias contra el que piensa o se ve diferente a un ideal que nos es ajeno y artificial.

No existe barda, alambrada, sistema de vigilancia que impida que el odio, la mentira, los prejuicios, entren a los salones de clase, y qué bueno, porque allí deben desarmarse, cuestionarse, rechazarse, ofrecerse alternativas y entonces, influir sobre ese contexto que apabulla, que atemoriza, que corrompe. Pero esa resistencia no puede sostenerse por tiempo indefinido, la sociedad en general, todos, debemos cambiar para estar en sintonía.

Lo peor del caso es que se está poniendo de moda robar a las escuelas, ese escaso capital cultural al que pueden tener acceso cientos o miles de familias es blanco de los rateros que, por unos cuantos pesos, despojan a niños y jóvenes de material didáctico que no tienen en otra parte. Los daños educativos son mucho mayores que las pérdidas económicas que tampoco hay que desdeñar.

Uno de los fines de la nueva escuela mexicana es disminuir las desigualdades sociales tan exageradas en este México de principios de siglo, y eso se logra con el acceso a tecnología y conectividad a la web, no se vale quitar esas oportunidades a nuestros escolapios porque ese factor de protección que es la escuela puede derrumbarse.

Finalmente hay que enfatizar que contra lo que a veces parece, nuestras 243,450 escuelas —a las que asisten casi 31 millones de estudiantes de educación obligatoria— siguen siendo lugares seguros, con sus 1,515,526 docentes más miles de administrativos empeñados en hacer su mejor esfuerzo a pesar de las carencias campañas de desprestigio, sacando provecho de todo lo disponible. Fuente: Principales cifras nacionales Educación básica y media superior 2017.

Y eso hay que valorarlo.