VALORAR
LA ESCUELA
Joaquín
Córdova Rivas
De
vez en cuando nos horrorizamos, queremos creer que existe una frontera definida
e infranqueable entre lo que hacen los demás y lo que nosotros somos capaces de
hacer; también nos sirve negar lo evidente, “normalizarlo” para que no nos
afecte, sentir que lo que les pasa a otros es imposible que nos pase, hasta que
sucede.
Dice
un proverbio africano que se necesita de un pueblo entero para criar a un niño,
estamos fallando como pueblo, le estamos fallando a nuestros niños y nuestra
responsabilidad no se desvanece en el escándalo mediático, en las explicaciones
fáciles que tienen como base la ignorancia colectiva. La semana pasada trajimos
a colación la cifra de medio millón de menores de edad que “trabajan” para el
crimen organizado en este dolorido y amnésico país, esos niños y adolescentes
que carecen de formas de negarse a realizar actividades que los dañarán para
siempre, que los estigmatizarán, que los convertirán en víctimas de la saña
colectiva. Pero también en el otro extremo hay niños dañados, aunque no tengan
carencias económicas, aunque sean buenos estudiantes, aunque los manden a
educarse a escuelas privadas con prestigio, porque esas aparentes ventajas
pueden llegar a funcionar en sentido contrario cuando el ambiente social y
familiar distorsiona las formas de ver la vida y de vivirla, o de morirla, como
desgraciadamente ocurrió.
No
deja de sorprender que nuestras escuelas sigan siendo espacios que amortiguan
en mucho las influencias perversas de las narcoseries, de las telenovelas, de
la violencia cotidiana que se sufre calladamente dentro de muchas familias, en
las relaciones “románticas” de miles de parejas, de los abusos cotidianos de
cualquier autoridad, de las corruptelas de propios y extraños, del falso mundo
“feliz” de las redes sociales.
Las
escuelas, a pesar de los malos resultados académicos en supuestas evaluaciones
estandarizadas y “objetivas”, siguen siendo el principal —y frecuentemente
único— factor de protección de millones de estudiantes contra la desesperanza,
el miedo, la soledad, la intolerancia, las adicciones. Sin embargo, es
inevitable que ese contexto violento y corrupto se cuele a los salones de
clase, a las relaciones desiguales que se disfrazan de prácticas discriminatorias
contra el que piensa o se ve diferente a un ideal que nos es ajeno y
artificial.
No
existe barda, alambrada, sistema de vigilancia que impida que el odio, la
mentira, los prejuicios, entren a los salones de clase, y qué bueno, porque
allí deben desarmarse, cuestionarse, rechazarse, ofrecerse alternativas y
entonces, influir sobre ese contexto que apabulla, que atemoriza, que corrompe.
Pero esa resistencia no puede sostenerse por tiempo indefinido, la sociedad en
general, todos, debemos cambiar para estar en sintonía.
Lo
peor del caso es que se está poniendo de moda robar a las escuelas, ese escaso
capital cultural al que pueden tener acceso cientos o miles de familias es
blanco de los rateros que, por unos cuantos pesos, despojan a niños y jóvenes
de material didáctico que no tienen en otra parte. Los daños educativos son
mucho mayores que las pérdidas económicas que tampoco hay que desdeñar.
Uno
de los fines de la nueva escuela mexicana es disminuir las desigualdades
sociales tan exageradas en este México de principios de siglo, y eso se logra
con el acceso a tecnología y conectividad a la web, no se vale quitar esas
oportunidades a nuestros escolapios porque ese factor de protección que es la escuela
puede derrumbarse.
Finalmente
hay que enfatizar que contra lo que a veces parece, nuestras 243,450 escuelas —a
las que asisten casi 31 millones de estudiantes de educación obligatoria— siguen
siendo lugares seguros, con sus 1,515,526 docentes más miles de administrativos
empeñados en hacer su mejor esfuerzo a pesar de las carencias campañas de
desprestigio, sacando provecho de todo lo disponible. Fuente: Principales
cifras nacionales Educación básica y media superior 2017.
Y
eso hay que valorarlo.
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