AVARICIA SIN CONTROL
Joaquín Córdova Rivas
La
congruencia entre lo que decimos, pensamos y hacemos es la base de la
confianza, no de forma ciega, la confianza se construye con el trato, necesitamos
creer que los demás son honestos en la medida que nosotros lo somos. No hay
otra forma de convivir pacíficamente.
No
podemos resignarnos ni caer en fatalidades, nuestro refranero, que asumimos
recoge parte de la sabiduría popular, nos advierte: «En arca abierta, hasta el
justo peca», como si no hubiera alternativa, como si eso que llamamos tentación
fuera mas bien una condena, que la avaricia pertenece a nuestro código genético
y que no hay nada qué hacer por ese lado. El significado que atribuye al refrán
el Centro Cultural Cervantes es descorazonador: «Dada la fragilidad humana, no
debe haber descuidos que favorezcan los delitos ni dar facilidades para cometer
un delito o caer en la tentación.» https://cvc.cervantes.es/lengua/refranero/ficha.aspx?Par=58702&Lng=0
Pero
entonces los preceptos religiosos, los que sean, carecen de sentido; también la
educación formal que no logra convencer o domar nuestros “instintos”, asumiendo
que robar sea parte de ellos. Parece que ni siquiera el buen ejemplo de
nuestros padres; de personajes respetables, honestos, honorables porque son incapaces
de robar, aunque tengan la oportunidad, tienen efecto alguno. ¿Será una pérdida
de tiempo tratar de reforzar esa “fragilidad humana”, la exhibición de
prácticas socialmente deleznables servirá de algo?
«Las
palabras avaricia y avidez comparten raíz, ambas describen la acumulación
anhelante, dolorosa en su afán; la lengua antigua la retrataba con la imagen de
un río que no sacia al avariento: “Tú eres avaricia, eres escaso mucho, / non
te fartaría el Duero con el su aguaducho” decía el Libro de buen amor.»
Lola Pons Rodríguez. La avaricia. Diario El País. 11 de agosto 2020.
«Una
de las cuestiones que más asombra es la insaciabilidad de algunas personas que
cuentan con cantidades de dinero suficientes para más de diez vidas y que
siguen robando. En realidad, no puedes comer más de dos o tres veces al día, y
tampoco se puede dormir más que en una cama en cada ocasión. En el fondo hay un
tope, más allá del cual el dinero se convierte en una molestia y no en una
ayuda.»
Presumimos
ser herederos de una cultura judeo-cristiana, esa que resumió en diez
mandamientos las bases de una comunidad basada en valores compartidos y en el
temor a una divinidad que se entera de todo, la finalidad es muy obvia, poner
freno a comportamientos lesivos para todos. La cita anterior y la que viene
corresponden a reflexiones del filósofo Fernando Savater y su libro “Los diez
mandamientos en el siglo XXI”, para ello escribe respecto del último mandamiento:
«No codiciarás los bienes ajenos. El escritor y Yahvé analizan las
dificultades para hacer cumplir este mandamiento. Qué difícil debe de ser
cumplir con este precepto cuando la codicia parece que funciona en todo el
mundo de una manera abrumadora. Vemos que una serie de personajes, incluso los
más celebrados, son codiciosos, y en ocasiones de un modo insaciable. Por mucho
que hayan alcanzado, acumulado o robado, nunca es suficiente. Los mayores
fraudes no los cometen quienes quieren hacerse ricos, sino quienes quieren
hacerse más ricos. Y esto ocurre —tú lo sabes bien— en un mundo
donde millones y millones de personas viven con menos de un dólar diario. El
espectáculo de la codicia desenfrenada asusta y repugna a la vez.»
Tanta
importancia se le da que: «Para el rabino Isaac Sacca, —Gran Rabino de la
Comunidad Sefardí de Buenos Aires. Fundador y presidente de Menora,
Organización Mundial para la Juventud. Miembro de la Superior Academia Rabínica
de Jerusalén Iehave Daat.— “este mandamiento en cierta medida desencadena los
anteriores. El que envidia roba, el que envidia levanta falso testimonio, el
que envidia mata, el que envidia comete adulterio. La envidia es la raíz de los
grandes males de la sociedad. Dios no nos convoca a apartarnos del mundo, pero
nos advierte: cuidado con el descontrol de la codicia, de la envidia y de la
ambición, porque eso destruye al hombre y lo lleva a matar, robar, cometer
adulterio y mentir, que son los grandes males de la sociedad”.» Citado por
Fernando Savater.
El
médico neurocirujano, psicoanalista y escritor argentino: Marcos Aguinis define
con precisión la codicia: «Es una condena para el que la sufre —afirma—, porque
lo convierte en un ser mitológico que termina por morirse de hambre, debido a
que todo lo que toca es oro. Es decir, es un individuo que jamás puede
satisfacerse, que jamás llega a estar feliz, porque todo lo que consigue lo
lleva a desear conseguir más. Entonces es una carrera loca, es una rueda que
gira en el espacio que nunca llega a ninguna parte». Citado por Fernando
Savater.
El
rabino Sacca dice que «el Talmud explica que el que más tiene más codicia, el
que más tiene más le falta. Si uno tiene cien quiere doscientos, si desea
doscientos quiere cuatrocientos. La codicia no es una prohibición dirigida sólo
a los que carecen de bienes, sino a la totalidad de los seres humanos. Éste es
el último mandato de Dios, si surge el sentimiento de codicia y no lo controla,
vuelve a transgredir los nueve anteriores. Se genera un círculo de transgresión
permanente». Ídem.
«Más
allá de las críticas, incluso desde el punto de vista de quienes no somos
creyentes, la idea de un dios terrible, cruel y vengativo no está mal pensada,
porque en definitiva todos los tabúes se basan en algo terrible. ¿Qué pasaría
si no cumpliésemos? ¿Qué pasaría si todos los hombres decidiéramos matarnos
unos a otros? ¿Si decidiéramos renunciar a la verdad o robáramos la propiedad
de los demás o violáramos a todas las mujeres que se cruzaran en nuestro
camino? Un mundo así sería horrendo. Ese dios terrible es el que representaría
el rostro del mundo sin dios. La divinidad que castiga es, en el fondo, lo que
los hombres serían sin las limitaciones impuestas por el dios. Es cierto que
ese Yahvé puede resultar espantoso, pero los hombres sin tabúes pueden resultar
peores. Ese rostro temible del dios nos recuerda lo fatal que sería carecer de
autoridad, de restricciones al capricho y a la fuerza.» F. Savater. Ídem.
Pensar
que todos los seres humanos somos lo mismo y que no podemos controlar nuestros
impulsos es claudicar a la pretensión de que la Humanidad —con mayúsculas— tiene
como finalidad desarrollar mejores seres humanos. Que el entramado
institucional que construimos, que los valores que defendemos e inculcamos en
nuestros descendientes a través de la ética, de la moral ciudadana, de los
preceptos religiosos, de la educación pública, del ejemplo, no tienen sentido.
Que caímos ya en la fatalidad de que cualquiera es un sinvergüenza, nada más falta
que alguien, más corrupto y envidioso, lo exhiba. No hay “moralimetro” más
efectivo que la congruencia y el ejemplo, cuando esto falla hay que acudir a
las leyes, a su aplicación pareja, al escarnio público.