LAS
BANDERAS
Joaquín
Córdova Rivas
Cuando
un régimen político les teme a sus ciudadanos, o tiene miedo de que las masas
adquieran el carácter de ciudadanía con todos los derechos y obligaciones que
eso contiene, se cierra. Invocando a una frágil democracia que se encuentra en
riesgo por unos aventureros e irresponsables, clausura todas las vías pacíficas
de resolución de conflictos, niega derechos humanos básicos y desata una
violencia que pretende justificar en una falsa defensa colectiva de valores que,
supuestamente, todos compartimos.
Cada
uno tiene sus banderas, son los símbolos de las reivindicaciones colectivas que
necesitan ser tomadas en cuenta para tener una vida lo más disfrutable posible.
No se trata del simple sobrevivir, sino de vivir dignamente sin carencias ni
excesos.
El
autoritarismo priista se nos coló hasta el inconsciente, llegamos al extremo de
referirnos al “priista que todos llevamos dentro” cuando remedábamos, en escala
micro, algunas de sus nefastas características. Todo parecía seguir la misma
lógica, había que defender hasta la ignominia un sistema, que, por presentarse
como heredero único y legítimo de un movimiento armado revolucionario, estaba
siempre en la mira de la contrarrevolución de derecha, o de izquierda, según
conviniera. Y con ese pretexto, los medios quedaban justificados por el fin: salvaguardar,
a cualquier costo y pasando por encima de quien fuera, la paradoja de una
revolución institucionalizada.
A
pesar de esa visión única, las cuarteaduras que anunciaban un derrumbe no
tardaron en presentarse. A la cerrazón política que mostró sus límites en
diferentes momentos históricos de la última mitad del siglo XX —movimientos
obreros en ferrocarriles, en la industria petrolera, en la minería; después en los
“encargados” de llevar la Revolución a la realidad: los médicos, los
estudiantes universitarios con sus fechas icónicas como el 2 de octubre de 1968
y el 10 de junio de 1971—, le siguió lo que para algunos parecía una
alternativa forzada pero viable: la guerrilla campesina o urbana. Parafraseando
a diversos autores, las armas de una utopía que se negaba a dejarse
desaparecer.
El
desarrollo de los grupos clandestinos que se oponen a un régimen que presume un
monolitismo que necesita del miedo y la represión como argamasa para reparar
las fisuras que provoca el abuso cotidiano del poder, está documentado en
diversas investigaciones publicadas, quizás la más conocida sea la de Hugo Esteve
Díaz titulada, precisamente Las armas de la utopía, publicada por el Instituto
de Proposiciones Estratégicas y cuya primera edición impresa carece de fecha
aunque parece ser de 1996, a pesar de que ha seguido escribiendo sobre el tema
no es tan conocido como otros autores que prefieren la novela —con su
componente importante de ficción— para recrear una coyuntura social específica.
En
ese contexto histórico, el director de cine Gabriel Retes saca a la luz un
filme titulado Bandera Rota (1978) cuya reseña se puede encontrar hasta en
video en la plataforma más popular. Lo que no aparece mencionado, dentro de las
diferentes historias que arman la principal, es la manera en que los mismos
aparatos de seguridad del gobierno —la Dirección Federal de Seguridad para
empezar—, infiltraban las organizaciones y movimientos clandestinos para
radicalizarlos y provocar una respuesta violenta que los desarticulara con la
consiguiente desaparición, tortura y asesinato de sus integrantes. Esa llamada
guerra sucia que algunos insisten en justificar.
Esa
estrategia dual —infiltración y radicalización—, les resultó tan efectiva que
la siguen utilizando. Cuando en algunos estados o regiones del país aparecen
los mismos dirigentes, aunque las causas sean de distinto origen, que promueven
acciones que los movimientos incipientes no pueden soportar sin el riesgo
evidente de desfondarse, y a pesar de que sus propuestas no sean motivo de
acuerdo, en el momento de las movilizaciones imponen —por la vía de los hechos—
esas acciones a sabiendas que terminarán debilitando lo que supuestamente
quieren fortalecer, además de provocar el descrédito público en una parte
expectante de la población que duda entre apoyar, hacerse a un lado o condenar,
no la causa que puede parecer justa, sino los medios para querer lograrla. Y,
en el último de los casos, “provocar” la represión desmedida de las llamadas
fuerzas de seguridad.
El
resultado será el mismo, movimientos sociales que no pueden desarrollarse
porque sus medidas de presión rebasaron su fuerza y no midieron el desgaste ni
se prepararon para resistir más allá de algunos días, o la radicalización
forzada por los interesados en reventar una organización con demandas
legítimas, necesarias y que incluso resultarían convenientes para casi todos.
Esa bandera rota que utiliza como metáfora la película a que nos referimos
termina con la represión abierta a unos estudiantes de cine que graban, de
forma accidental, un asesinato que creen les servirá para darle una lección a
un capitalismo desalmado que es capaz de disfrazarse de lo que sea, hasta de
obrerista y sindicalista, para lograr sus fines, siendo el principal la
concentración de la riqueza que producen muchos para quedarse en unas cuantas
manos.
Por
eso hay que cuidar los mecanismos de deliberación pública, los espacios
pacíficos de negociación entre sectores que abanderan intereses hasta
contrarios para resolver temporalmente los conflictos, que son ineludibles.
Pero no los creados por una democracia de fachada, esos organismos que se
repartieron por cuotas los partidos políticos con cúpulas corruptas sin atender
a una ciudadanía harta de simulaciones.
Mención
especial merece ese cuarto poder, la prensa, que tiene que renunciar a la
domesticación exhibida de diferentes maneras. Si le gusta la novela para
sumergirse en el tema hay que darle una leída a Enrique Serna y su obra el
vendedor de silencio.