EL
TOBOGÁN
Joaquín
Córdova Rivas
Las
lecciones que hemos aprendido en este tiempo condensado, desesperado, confinado,
no terminan, y hay que ir haciendo un recuento para que no se olviden.
Primero,
nos enfrentamos a un virus altamente contagioso, nuevo, digno de una humanidad
hiperconectada con fronteras más imaginarias que reales, con efectos que se
suman a padecimientos crónicos producto de una forma de vida que atenta contra
sí misma. El virus desnuda y aprovecha las debilidades funcionales de cuerpos
mal alimentados, nutridos con comida ultraprocesada, antinaturalmente
sedentarios porque nuestro organismo requiere de moverse, del esfuerzo corporal.
Se monta en la presión nerviosa inducida por un individualismo que tampoco es
propio de nuestra naturaleza, un modo de vida que nos presiona para ser
“productivos”, “exitosos”, aunque descubramos, tardíamente, que eso nos frustra
y nos mata.
Segundo,
que nuestros sistemas de salud públicos han sido saqueados, devastados
irresponsablemente con el pretexto de que todo cuesta, hasta la salud, y hay
que pagar por la atención médica, aunque la mitad del país esté en la pobreza.
De hecho, la emergencia sanitaria, el brutal freno económico, el confinamiento
domiciliario no hubieran tenido razón de ser con sistemas de salud suficientes
y eficientes. Otra vez pagamos muy caro para que otros ganaran dinero
fácilmente.
Tercero,
que no podemos dejar en manos de epidemiólogos y matemáticos el manejo de una
pandemia. Que no se trata de “curvas que hay que aplanar”, tampoco de ahogarnos
en información que apenas descubre las incertidumbres. Hace mucho ya, sabemos
que nuestro modelo de hacer ciencia está rebasado, que lo meramente técnico y
superespecializado no puede suplir otras áreas del conocimiento humano y que
somos seres complejos, diversos, que requerimos el contacto cercano a pesar de
las pantallas y las redes sociales que todo quieren virtualizar, hasta los afectos;
que no podemos estar encerrados durante mucho tiempo porque la vida no se mide
en horas, días o “cuarentenas” sino también en convivencia, en expresión y
manejo de los sentimientos y emociones, la calidad cuenta. Que atender o
convocar a medidas socialmente precautorias, paliativas, necesitan del
conocimiento y prestigio de las ciencias sociales. Necesitamos líderes que
conozcan de sociología, psicología, pedagogía, filosofía, artes, nutrición,
acondicionamiento físico, que tengan una visión transdisciplinar, un
pensamiento complejo, que conozcan de las interacciones entre las diversas
áreas de conocimiento para saber que hasta “quedarse en casa” tiene límites,
porque eso que llamamos “hogar” dista de ser ese pequeño paraíso que a veces
quisiéramos imaginar.
Cuarto,
que debemos cambiar radicalmente de modelo económico. Lo que no logró ISIS, la
yihad, el terrorismo, los ejércitos que todo invaden con el pretexto de
defender la libertad y la democracia, o cualquier forma de violencia social o
económica, lo logró un virus cuya principal efectividad fue develar todas
nuestras enfermedades sociales: la destrucción del planeta, el cambio
climático, la deforestación, la extinción de miles de especies, la destrucción de
lo que nos permite sobrevivir, la pobreza, la desnutrición, la avaricia y
corrupción, la carencia grave de una educación básica que nos permita entender
lo que pasa y entendernos en ese contexto. Lo que no lograron los arsenales
nucleares, los depredadores financieros, lo vino a causar un bicho que mide unos
cuantos nanómetros: las calles vacías, las plazas desiertas, las escuelas
abandonadas, las iglesias con dioses perplejos e impotentes, el colapso de una
forma de vivir que está en crisis desde hace años, pero que nos resistíamos a
verlo.
Y
para ello se instaló el miedo. E hicimos compras de pánico de papel sanitario
mientras ignoramos los complementos vitamínicos, la comida saludable, porque
seguimos comprando bebidas azucaradas y comida chatarra, porque dejamos de
ejercitarnos para fortalecer nuestro sistema inmunitario, porque nos regodeamos
haciéndole caso a otros igual o más ignorantes con el poder de un micrófono, de
un meme ofensivo, de una columna periodística, de un cargo público, confundiendo
ignorancia y mala leche con información confiable; dictando reglas estúpidas para
atentar contra los derechos humanos que no tienen nada que ver con la
contención de una de las muchas pandemias que ha habido y seguirá habiendo.
Parece concurso de quién es el más tonto pero lucidor, utilizando la fuerza
pública y mediática para encubrir sus desatinos y corruptelas.
Hay
que sacar a los monopolios de comida chatarra de las escuelas, hay que
implementar precios justos y distribución vasta de alimentos nutritivos, hay
que reforzar nuestro estado de bienestar que garantice instituciones públicas
que nivelen las desigualdades sociales, hay que priorizar a las ciencias
sociales y un nuevo modelo de ciencia que permita estudiar, conocer y
transformar nuestra forma de vida como parte de un ambiente que incluye a otras
que son necesarias.
Sin
saberlo nos trepamos a un tobogán empinado y sin posibilidad de escape, como
esos tubos resbalosos que nos despojan de toda voluntad, ni tiempo de pensar,
de evaluar las consecuencias sociales que se suman a las que ya estábamos
padeciendo, con una casta política internacional —porque de clase no tiene nada—
que cayó en el pánico por verse desnudos con todas sus vergüenzas al aire, despojados
de discursos coherentes, de liderazgos que solo existen en sus cabecitas. De
los empresarios y demás fuerzas productivas agrupadas en pequeñas élites ni
hablar, quedaron evidenciados en toda su mezquindad, aterrorizados, no por las
pérdidas, sino por el recorte en sus enormes ganancias, buscando afanosamente
la manera de aprovecharse del miedo y de la pérdida de libertades en aras de ofertar
una falsa seguridad, arrebatándole la voz a los empresarios pequeños y medianos
que sí se la están jugando y perdiendo el patrimonio esforzadamente conseguido.
Estamos
perdiendo vidas y calidad de vida por un virus que solo sirvió como catalizador
para acelerar y poner en evidencia que esta vida no es vida, que
irresponsablemente hemos puesto en peligro a la generación presente y las pocas
siguientes que tengan posibilidad de sobrevivir disputándose el agua potable,
el aire respirable, los alimentos sanos, un sistema de salud suficiente y
eficiente, una educación integral que nos enseñe a disfrutar, en comunidad, de
la vida y no atentar contra ella. Hay que bajarse de ese maldito tobogán antes
de que acabemos amontonados, atropellados, noqueados y enterrados vivos en una “normalidad”
disfrazada de “nueva” para encubrir la deshumanización acelerada que sufrimos.
Ya
sabemos cómo podemos terminar de seguir así, falta saber si tendremos el
tiempo, la sabiduría, la voluntad de deshacernos de los que nos siguen
empujando al tobogán, queriendo ser los últimos, para que los demás les
sirvamos de colchoncito en el fregadazo final.