CUARENTENA
ÉTICA
Joaquín
Córdova Rivas
Tanta
corrupción e impunidad infectaron hasta a nuestros opinólogos. De plano se nota
que la ética no se desarrolló en un contexto que favorecía el simple
pragmatismo, la transa como sinónimo de influencia pública y la ignorancia como
máscara de una sabiduría que se quedaba escondida detrás de los panfletos o los
boletines oficiales.
Nuestros
opinólogos están enseñando el cobre cuando se les atraviesan temas que
requieren un tantito de conocimiento social o técnico. No es lo mismo dejarse
ganar por la antipatía ideológica o la consigna política que compartir
información relevante que le sirva a cualquier ciudadano para tomar decisiones
importantes para su vida personal y familiar, ya no se diga en las que tienen
que ver con su compromiso o solidaridad social.
Si
no sabes mejor pregunta a los que sí saben. Pero si en el remolino informativo
los ignorantes se citan entre ellos creyendo que la repetición de falsedades,
imprecisiones e intencionales mentiras las justifican, las convierten en
verdades que un instante después se derrumban, pues estamos fritos.
Así
está pasando con la crisis actual del Covid-19, repentinamente nos vimos
rodeados —como célula indefensa ante un ataque de coronavirus— de opiniones sin
sustento alguno, incluso minimizando o queriéndole dar lecciones a los que han
dedicado su vida al estudio de este tipo de microorganismos, a su forma de
propagación, a su mortalidad y a la aplicación de medidas de contención que
tienen que ser oportunas y calculadas, no a lo tarugo y de cualquier manera.
Vivimos en un mundo tan interconectado que tomar medidas unilaterales,
inoportunas y desmedidas afecta a propios y extraños, además de que no resuelve
el problema y provoca pánico en lugar de conocimiento.
No
tiene nada de malo reconocer que hay temas que nos rebasan, que requerimos
ayuda experta para saber y entender, que no se vale dejarse arrastrar por los
que creen que la libertad de expresión es la obligación de decir cualquier
tontería y exigir que los demás se la crean, porque si no lo hacen están
atentando contra nuestra “libertad” o no nos están respetando. Ya lo advertía
el semiólogo Umberto Eco:
«Las
redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero
hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad.
Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a
hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles.»
Si
la sociedad está dispuesta a seguir una cuarentena social para intentar detener
la propagación de una enfermedad que se ensañará con los más vulnerables, como
casi siempre, los opinólogos irresponsables o que se manejan con su propia
agenda convenenciera debieran asumir una cuarentena donde la ética esté por
encima de sus intereses particulares. Quizás sea mucho pedir y difícilmente lo
harán porque creen que su “prestigio” aguanta cualquier cosa, que tienen una
gran cantidad de creyentes y replicadores que, a veces sin saber por qué, se
identifican con sus intereses. La única forma en que el ciudadano común y
corriente pudiera defenderse de las notas falsas a las que nuestros opinólogos son
adictos —fake news—, y a sus juicios condenatorios basados en lo que mal
informaron, es con la comparación con fuentes de información confiables, con la
diversidad de opiniones, con el ejercicio de un criterio que también se forma y
está en desarrollo continuo. Hay que estar seguros que no tenemos un gemelo que
sea igualito a lo que queremos, que piense lo mismo, que reaccione como
nosotros quisiéramos, pero que también tenemos la opción de dejar de prestar
atención y darle credibilidad a necedades.
Parte
de la transformación de este país tendrá que pasar por la aparición de fuentes
y de formas diferentes de comunicar, confiables, reflexivas y que den tiempo a
que los expertos intervengan, que siquiera en temas como este del Convid-19
demuestren que pasaron por la escuela y se les quedó algo, porque los actuales
demuestran una ignorancia enciclopédica que confunden con sabiduría.
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