domingo, 18 de abril de 2021

ESTÚPIDA OBEDIENCIA

 


ESTÚPIDA OBEDIENCIA

Joaquín Córdova Rivas

 

La pandemia ha dejado salir lo mejor y lo peor de lo que somos. Los medios de comunicación masiva se han dado vuelo mostrando lo que, a su pobre juicio, dictado más por la búsqueda de audiencia que por lo ejemplificante del caso, creen que es lo que debiera ser públicamente imitado o condenado.

 

Y vuelven viral la excepción y no la regla, los cantantes de ópera en los balcones de alguna ciudad italiana como si todo el país estuviera cantando, o las multitudes chinas o japonesas que están casi condenados a usar el cubrebocas para no respirar tanta porquería que flota en el ambiente de sus contaminadas urbes, como si fuera muestra de la disciplina que hay que imitar para sacarle la vuelta al coronavirus. O los elogios a la aplastante e invasiva cyber vigilancia que en esos y otros países lleva a saber dónde y en qué momento está cada ciudadano.

 

Pero lo peor es esa aparente conformidad para seguir reglamentos, medidas aparentemente legales, ocurrencias de gobernantes ignorantes, pero con muchas ganas de hacerse notar y obedecer. Y allí está el problema: nos acostumbramos a obedecer sin cuestionar, anulando el sentido común, lo aprendido en milenios de historia, lo que nos ha dejado la academia y la experiencia ancestral, para seguir instrucciones aplicadas por aparatos “de seguridad” que no tienen absolutamente nada que ver con el control, contención o solución de un problema global como muchos de los que padecemos.

 

Y hacemos caso y hasta justificamos los “filtros sanitarios” en las carreteras, que violan flagrantemente la libertad de tránsito, sin ninguna manera de demostrar su efectividad más que contando el número de vehículos revisados, o los que se impidieron seguir en su viaje, como si eso limitara los contagios. Llegamos a la tontera de dejar pasar a quienes muestran un código de reservación de un hotel o restaurante, como si los contagios tuvieran relación directa con la capacidad económica de los viajantes. Aquí valdría la pena recordar el repudio que provocara esa propuesta hecha por el infumable gobernador de Guanajuato y el presidente municipal de su capital que se lamentaba del turismo que “no gasta” y solo abarrota las calles y las ensucia, en su pobre visión del “turismo” que ellos mismos promueven. Pues bien, ese repudio pronto se olvidó y ahora se justifica para impedir el libre tránsito por carreteras estatales o federales basados en una campaña de miedo que paraliza las neuronas ciudadanas.

 

¿Cómo se mide la capacidad de afluencia a una playa, a un bosque, a una plaza pública, a un centro comercial? A capricho, no hay de otra. ¿A poco aplican un “coeficiente” para dividir el número de metros cuadrados entre el volumen medio que ocupa un mexicano obeso, típico producto de la mala alimentación impuesta por la industria de la chatarra ultraprocesada? ¿O consideran la marea y la fase lunar en el caso de las playas? ¿Miden también el espacio que ocupa la mercancía en un supermercado, tienda de conveniencia o changarro cualquiera? Claro que no, mandan a alguien que “a ojo de buen cubero” dicta el número de clientes permitidos en cualquier espacio que se le ponga enfrente, con la sabiduría que le da una credencial plastificada, quizás un chaleco mugroso por exceso de uso y falta de lavado y la presencia de algún policía malencarado y harto de seguirle la corriente a esos dictadorcitos que refuerzan la discrecionalidad y abuso de sus meros jefes. Esos que admiran en secreto, porque en público es políticamente incorrecto, a los Franco, Pinochet, Videla, Plutarco Elías Calles o cualquiera que se les parezca sin importar tiempo, lugar o daño histórico.

 

No se les olvida, es que ignoran que cualquier actividad humana implica la presencia social de otros semejantes, hasta el consumo tiene que ver con rituales de comunicación, de vanidad, de comparación, de opinión. De tristeza y estupidez ver librerías vacías que impiden la entrada de dos personas que, con sus propios gustos, expectativas y carteras, que practican el arte de buscar y dejarse conquistar por autores, temas o libros que les llamen la atención, con la absurda regla de no dejar entrar más que una persona por grupo o familia; y en lugar de orientar sobre su materia se contratan “vigilantes” destinados a impedir la compra, la recomendación, el compartir expectativas. Las librerías y espacios culturales convertidos en una ampliación de la absurda lógica reglamentaria que anula el criterio propio, que convierte a empleados en responsables privados del seguimiento ciego de medidas que no sirven para nada ante una pandemia que han logrado que provoque más terror que ganas de indagar, investigar, cuestionar y superar de manera sana y socialmente responsable.

 

Esos grandes espacios comerciales, a veces al aire libre, que se han convertido en lugares de segregación en donde, con un aparato de sonido permanentemente conectado, repiten incansablemente las absurdas “disposiciones oficiales”, ante los oídos torturados de guardianes y público en general, como si la simple repetición incitara a la estúpida obediencia dictada por legisladores y reglamentadores que parece que nunca pasaron por el bachillerato o alguna universidad que los educara sobre lo elemental de los virus y lo complejo de la genética humana. Pero que quieren justificar su ignorancia y falta de empatía con sus representados o gobernados imponiendo reglas sin sentido y que solo provocan lo contrario de lo que dicen evitar.

 

Ya se está volviendo costumbre observar solitarios automovilistas con las ventanas cerradas y el cubrebocas puesto, o ciclistas y corredores al aire libre con el mismo trapo colgado de las orejas, que se ha convertido en un fetiche más, en algo que por el simple gesto de llevarlo —aunque sea mal puesto, esté sucio o muy usado— impide el contagio de algo que puede ser mortal pero que sigue sin comprenderse. Y nuestros gobernantes abonan esa ignorancia para sembrar miedo, para justificar arbitrariedades, medidas que atentan contra los más elementales derechos humanos.

 

Hay que cuestionar, informarse de fuentes confiables, recordar lo que aprendimos en la escuela, consultar a nuestros viejos, hacer uso de la memoria ancestral, inconformarnos ante el abuso, la mala información y la estupidez.

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