sábado, 27 de octubre de 2018

LOS CACEROLAZOS

Joaquín Córdova Rivas La inercia es canija, nos sigue arrastrando aunque queramos cambiar de rumbo, torcer nuestro destino hacia derroteros menos dolorosos, acumular karma positivo para salir de la mala racha, elija la versión que más le guste o de plano dese por vencido y proclame que es culpa del maligno que sigue acumulando fieles seguidores. Hacer que un país se mueva hacia nuevas coordenadas exige que se deshaga de sus lastres al tiempo que se da tiempo para acordar la nueva dirección, aunque si seguimos con la metáfora marinera, resulta frustrante quererse enfilar hacia horizontes, menos tormentosos, con la misma tripulación y sus tendencias suicidas porque sabe que tiene asegurado su lugar en la única balsa salvavidas existente. Al presidente electo y su variopinto equipo se le reprocha desde ahorita, antes de que tome las riendas del poder, que las cosas no solo no mejoren, sino que estén empeorando. Aunque si somos mínimamente críticos podemos cuestionar si esa tendencia es cierta o es que los medios de comunicación se quitaron la venda y están dejando saber lo que antes, por pura conveniencia y complicidad, ocultaban. Hay quienes se declaran defraudados porque se pospongan o cancelen encuentros con víctimas de la violencia irracional, de la que provoca un crimen organizado desde arriba y que está desbocado ante la perplejidad de quienes les jalaban un poquito las riendas; o que los encuentros con organizaciones magisteriales se hayan degradado a peleas campales culpando a los convocantes y no a los asistentes. Es como el infantil gamberro maleducado que llega a la fiesta de cumpleaños del compañero de escuela golpeando, destruyendo lo que encuentra a su paso y los padres, en lugar de ponerlo en paz y enseñarle cómo convivir con los demás, les echan la culpa a los anfitriones porque “si ya saben cómo es, para qué lo invitan”. Se nota, cada vez más, la carencia de una organización política que rebase lo coyuntural y que dé cauce a esos agravios ancestrales y recientes, que los eleve de lo dolorosamente circunstancial y los convierta en movimientos permanentes que eviten los retrocesos, que proponga soluciones factibles y duraderas, que rebase lo inmediato para convertirse en política de Estado, ahora sí con mayúsculas. Ya no podemos seguir siendo el país de las buenas intenciones con fracasos continuados, ni tampoco el de las ocurrencias que se desinflan apenas se anuncian, ni el de las simulaciones que solo sirven para la foto en la prensa matutina o el bombardeo en las redes sociales. Necesitamos, además de esperanza colectiva, resultados firmes, aunque no sean espectaculares, de esos que se arraigan en la subjetividad de las personas y en la conciencia colectiva. Dicen que en política los vacíos no existen, si un lugar parece desocupado alguien lo llenará con su presencia. Si lo vemos como texto, si nosotros no escribimos nuestra historia alguien querrá hacerlo a su conveniencia. Por eso urge construir una narrativa del cambio por el que votamos el primero de julio pasado, antes de que la victoria se convierta en una frustración más. Cuando la voluntad popular se queda en puras ganas, en vanas intenciones, aparecen las cacerolas, ese remedo de manifestación popular que busca revertir los cambios, infundir el miedo, meter la reversa cueste lo que cueste, sin advertir que es su propia inseguridad y egoísmo lo que está detrás de los llamados conservadores, que buscan ganar con el terror y el escándalo lo que perdieron en las urnas. Apenas se anuncian los privilegios que pueden perder y ya activaron campañas en las redes sociales contra todo: contra el feminismo y sus derechos ganados al machismo recalcitrante —¿habrá de otro?—, contra la posible despenalización del aborto porque hay mujeres encarceladas acusadas, falsamente, de haberse provocado tal evento cuando muchas veces fue circunstancial o causado por una atención deficiente o ausente, o las que fueron víctimas de violación y no encuentran el apoyo institucional para hacer valer su derecho, o las que prefieren decidir sobre su cuerpo y futuro en lugar de dejar que el gobierno decida por ellas; contra la diversidad sexual y sus manifestaciones afectivas; contra las madres que amamantan en lugares públicos queriendo arrinconarlas como si fuera algo censurable o morboso —esa calentura que existe en sus mentes, no en los demás—; contra el consumo de ciertas sustancias que provocan menos daño que el alcohol y el tabaco; contra las marchas y manifestaciones, contra las pintas, contra la reconciliación y el perdón pero a favor de la venganza contra los jodidos mal portados —según ellos desde sus torres de moralidad convenciera—, contra todo lo que les parece indebido pero que se guardan para sí mismos, cuando saquen sus cacerolas para hacer escándalo basados en mentiras, en un falso sentimentalismo hipócrita, en esa doble moral que tanto les gusta. Muchos intereses pueden ser afectados, las ultras de ambos extremos se sienten desplazadas y no quieren ceder ni un centímetro frente a la voluntad popular expresada por muchos medios, no solo el electoral. Tienen recursos y hasta quienes pueden financiarlos, del otro lado prevalece una mezcla valiosa, pero con capacidad de reacción poco articulada y más tardada. Ni modo, la diversidad a veces es más difícil que la falsa unanimidad alrededor de intereses muy concretos y egoístas. Foto: Mariana Córdova

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