sábado, 29 de septiembre de 2018

68 MENOS 43

Joaquín Córdova Rivas Eran parte de una multitud, era la conciencia social emergiendo, era esa parte de la juventud que se podía considerar como privilegiada por tener acceso a una educación superior restringida a unos pocos, eran el producto de un proyecto nacional que buscaba que el hijo de cualquier trabajador, del campo o de la ciudad, ingresara a esa capa de profesionistas y técnicos necesarios para hacer realidad los postulados revolucionarios. Necesitábamos capacitar a quienes volverían nuestros campos más productivos, a los que seguirían desarrollando nuestra industria petrolera, a los que harían posible un modelo y desarrollo económicos no dependientes de los caprichos de las grandes potencias, a los que llevarían a cabo la salud comunitaria, a los constructores de viviendas, carreteras, ferrocarriles; a los que educarían a las nuevas generaciones en la igualdad de oportunidades sin importar su origen étnico, económico, social; a los que se nutrirían de lo antiguo y de lo moderno para construir una visión propia del país y de nosotros mismos, a los que lanzarían el ingenio artístico mexicano a la inmortalidad. Toparon con la cerrazón política y el autoritarismo, con los que no querían cambiar por no poner en riesgo sus privilegios, con el viejo pero eficaz discurso del “si no estás conmigo estás en mi contra”, con el rancio anticomunismo gringo que justificaba los miles de muertos inocentes de sus múltiples y estúpidas intervenciones. Toparon con una estructura político-económica-religiosa rígida, ciega, temerosa, ignorante y profundamente intolerante. Y vino la represión y la matanza. El pretexto era lo de menos. Había que “pacificar” a los posibles revoltosos antes de que comenzaran los juegos olímpicos, que nos cayeron de rebote porque las candidaturas más fuertes eran las ciudades de Lyon, Denver y Buenos Aires. Mientras hacia afuera presumíamos una posición no-alineada en el contexto de una guerra fría desgastante y tensa, hacia dentro hasta el recién instalado presidente Gustavo Díaz Ordáz estaba en la nómina de la CIA, según investigaciones de analistas como Sergio Aguayo. http://www.eluniversal.com.mx/cultura/diaz-ordaz-estaba-en-la-nomina-de-la-cia-sergio-aguayo Ahora, cincuenta años después, esa heroica imprudencia colectiva sigue reinterpretándose, seguimos buscando sus huellas en las conquistas de los diferentes colectivos sociales surgidos de los setentas para acá, y que provocaron y aprovecharon la derrota norteamericana en Viet-Nam y su crisis interna que se manifestó con el magnicidio de JFK, del líder negro —eso de afroamericano suena a mal chiste— Martin Luther King, con la represión en sus universidades públicas —la matanza en el campus de la Universidad de Kent fue la más conocida—. En fin, queremos o necesitamos creer que no todo fue derrota, que se sembraron las semillas de las luchas por los derechos humanos, del feminismo, por el reconocimiento de las minorías, contra la discriminación de cualquier tipo, luchas que son cotidianas, que se repiten de generación en generación porque siempre hay quienes insisten en regresar a un pasado intransigente y violento, aunque invoquen la paz y la defensa de las buenas costumbres. Es el 68 y sus 50 años. Es el 2018 y los 43 y más que nos siguen faltando, que siguen siendo víctimas del egoísmo llevado a su más baja expresión, ese que justifica la ganancia excesiva, ilegal, antiética y mal habida como si fuera el origen de una felicidad que se les escapa por las fosas nasales, por las venas reventadas, por la desvergüenza que provoca las neuronas destruidas y los gravísimos daños sociales a tanto inocente ajeno a sus inútiles y sangrientos juegos de poder. Son esos múltiples héroes que nunca quisieron serlo, los que cayeron en la Plaza de las tres culturas, los exiliados, los encarcelados en Lecumberri, los que sufrieron la guerra sucia de un poder paranoico, los que murieron peleando por los derechos colectivos continuamente vulnerados, los que mataron por odio e intolerancia, las que desaparecen por el simple hecho de ser mujeres en un país de machos, los que padecen el estar en el lugar y momento inadecuados y que luego resultan revictimizados; son también esos estudiantes normalistas de las zonas más pobres y sufridas de este desagradecido país que nos siguen faltando. A esos héroes cotidianos, a esos que resisten las amenazas, las presiones, que no se doblegan ante la nueva idolatría individualista y monetaria a costa de lo que sea, a esos deberíamos de cuidarlos, no dejar que nos los asesinen, ni que intenten corromperlos. Que no tengan que morir para apreciarlos y seguir sus pasos. Como bien dice la canción de Eduardo Ramos: «A los héroes / se les recuerda sin llanto, / se les recuerda en los brazos, / se les recuerda en la tierra; / y eso me hace pensar / que no han muerto al final, / y que viven allí / donde haya un hombre / presto a luchar, / a continuar.»

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